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El desierto de los tártaros digitales por Ernesto Kreimerman

El desierto de los tártaros digitales  por Ernesto Kreimerman
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¿Cómo caracterizar este tiempo que nos ha tocado en suerte? Caracterizarlo es lograr definir o establecer particularidades, para identificarlo. Ello supone adjudicar cualidades y condiciones. Es cierto, desde la perspectiva de los actores, en sentido amplio, representar su papel, su rol, dándole el sentido de “verdad y fuerza de expresión necesarias para reconocer al personaje representado”. Y sobre todo, defender la independencia de pensamiento y el derecho a opinar diferente, en todo momento y circunstancia.
Así, el novelista español Jorge Sánchez López, al comentar su última creación (7 de febrero 2024, Toda literatura), fijó una idea que rescato conceptualmente y por sensatez terrenal: “Cuando quieres caracterizar a un personaje has de pensar en su posicionamiento ético”. Sí, obvio; muy de acuerdo. Muy necesario.
Y voy un paso más adelante. En palabras de otro narrador español, Ramón González Férriz, autor de “Los años peligrosos. Porqué la política se ha vuelto radical”, hace una precisión de enorme valor conceptual: “Si seguimos en este contexto de polarización política tendremos una democracia peor, con políticas hechas solo para partes de la sociedad, pensadas para seguir polarizando. Respecto del peligro social, es que la sociedad se fragmente por completo en grupos que viven relativamente juntos, pero en su propia burbuja, grupos que se detestan mutuamente y no tienen la suficiente confianza para discutir, debatir y enfrentarse democráticamente, con un mínimo de garantías de que el diálogo sea robusto, de cierta madurez. Esos son los dos grandes problemas que, a su vez, se ramifican en otros muchos”.
Podría decir que ya he dicho lo que me había propuesto, valiéndome de palabras de otros, lo que quería dejar en negro sobre blanco. Así que, de aquí en más, hasta el punto final, voy a abundar en estas cuestiones.
El tiempo, el implacable…
Nos ha tocado atravesar, como testigos y como protagonistas, muchas fronteras del pensamiento político y civilizatorio del siglo XX y del XXI. En ese tramo de nuestra historia, muchos principios y realidades que parecían sólidos e inconmovibles ya no existen. Y otros, que han subsistido bajo la apariencia de la continuidad, en realidad se fueron adaptando como pudieron a estos trajines.
El debate del siglo XX estuvo fuertemente marcado por la contradicción dictadura-democracia o autoritarismo-democracia. Y pasadas 2, 3 y 4 décadas del XXI, más allá de los envoltorios, esa dicotomía sigue presente bajo nuevas formas, sin detener su erosión.
A lo largo de esos intensos años, los asuntos e intereses sometidos a debate, a tensiones, fueron muchos. Sólo por citar algunos; la crisis de México de 1994, la crisis asiática de 1997 y 1998, la quiebra rusa de 1998, la devaluación brasilera de 1999, el ajuste en Europa previo a la entrada en vigor del euro…pasando por el desplome del fondo Long Term Capital Management, el quiebre de Argentina 2001, la descomposición de las punto.com, los innúmeros rescates bancarios que apenas fueron noticia, la quiebra de Enron, la de Lehman Brothers, Merril Lynch, de AIG, los rescates en modo paramédicos de los bancos en Estados Unidos y Europa, las ultra millonarias inyecciones de capital, las reformas laborales… Y a estas crisis, se deben sumar las que vinieron después del 2008.
El punto es que cada crisis fue superándose sobre las debilidades de la previa, con una pérdida de legitimidad de instituciones e instrumentos que hasta entonces habían sido motores y ya lucían coincidentemente agotados. El compartir el diagnóstico y la contradicción de intereses, anticipa la divergencia en la terapéutica y en ese nuevo choque, aunque en esencia sea la misma cuestión, se presenta y formula con nuevo packaging, como novedad indulgente.
El origen del término post-truth, en inglés y en español posverdad, se empleó por primera vez en 1992. Fue el serbio estadounidense Steve Tesich, en la revista The Nation, donde decía con claridad: “Lamento que nosotros, como pueblo libre, hayamos decidido libremente vivir en un mundo en donde reina la posverdad.” Tesich reflexionaba en este texto sobre el escándalo Irán-Contra y la guerra del Golfo Pérsico.
A.C Grayling, un intelectual británico, afirma que la posverdad tuvo su origen en la crisis económica del 2008. Grayling suma otro insumo al cocktail: la cultura de la posverdad estalla con la explosión de las redes sociales y desde allí opera diariamente.
Las redes sociales se transforman en una suerte de fuerza de acción de la derecha autoritaria. Son los desmanes de Trump. Los despropósitos de Isabel Díaz Ayuso en Madrid. La arrogancia autoritaria, desmemoriada y sin cimientos, de una desmesurada agitación, que desconoce y atropella marcos legales y representatividad institucional democrática. Que, sin antecedentes, y con muchas renuncias, pide y exige acciones y respaldos de decisiones inconsultas y a contrapelo. Es la lógica de lo circunstancial en 140 caracteres
Y así llegamos a Milei. ¿Y después qué? ¿Cómo se sale de las cloacas del autoritarismo? ¿De la desfachatez argumentativa? Umberto Eco lo advirtió en más de una ocasión: “es la invasión de los necios”. La traducción “oficial” es algo elegante, necios, pero otras versiones, optaron por “imbéciles” y otros por “idiotas”.
Las redes sociales igualan “hacia abajo”, disciplinan: Eco advertía que “no es posible diferenciar entre una fuente rigurosa y otra disparatada”. El ciudadano, en su búsqueda de parámetros de honestidad, de noticias y debates, aceptó la invitación “doctrinaria” de llamar a la prensa “el cuarto poder”. Es decir, los tres de Montesquieu y la prensa.
Pero la crisis de la prensa, como modelo de negocio (base para su existencia) dinamitada tecnológicamente (en su producción, su logística, etc.), debilitó a la democracia de los ciudadanos. Las redes sociales aplanaron los matices y materializaron la mentira, al tiempo que bombardean la independencia crítica. Y han priorizado un rol, novedoso y disolvente: los medios ya no crean opinión, en realidad, aspiran. Los medios sí refuerzan la “realidad” que ya circula.
En “El desierto de los tártaros” se plantea la espera y la perpetua postergación. El tiempo cómo algo irreal: el pasado ya no existe y es inalcanzable. El presente pasa carente de matices. Y el futuro es apenas una proyección de deseos improbable. El protagonista Drogo no alcanza el objetivo de su existencia, pero derrota a su mayor enemigo: el miedo a morir. Con la serenidad de haber dado esa batalla decisiva, Drogo muere como un soldado, reconciliado, para cuya existencia encontró un sentido que va más allá de la superficialidad del packaging.

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