Cuando la vio enfrascada en morderse la cola, no lo pensó dos veces. Tampoco se detuvo a calcular las implicancias de lo que estaba a punto de hacer. Al fin y al cabo, el rey de las fieras no podía andar filosofando cada vez que el hambre despertaba su instinto depredador.
Fue un ataque rápido y eficaz. Idéntico a tantos otros en los que habían sucumbido gacelas, búfalos, cebras y toda una variopinta cohorte de animales de los que habitaban sus dominios.
Mas aquella no era una víbora cualquiera.
Apenas sus mandíbulas se cerraron en torno a ella, se produjo un estallido en su cerebro. Quedó como petrificado. En su rostro se reflejó un desconcierto supremo. Era natural. Nadie se asoma gratuitamente a los arcanos de un símbolo (el Uno, el Todo) ni vislumbra sin consecuencias “la idea de una naturaleza capaz de renovarse a sí misma cíclica y constantemente”.
Aunque esté de más decirlo, vale aclararlo: desde aquella infausta oportunidad, no volvió a ser el mismo.
(Ubicación: Zabala 1520)

