El planeta Tierra se muere por Nelson Di Maggio
«¡Paren el Mundo que me quiero bajar!», grita desesperada Mafalda desde un afiche pegado en uno de los ómnibus del transporte montevideano. Es una caricatura que, no obstante, hace congelar la sonrisa en la boca ante la insoportable destrucción ambiental. Pero el castigat ridendo mores de Quino pasa desapercibido para propietarios y usuarios empeñados en fumar, tomar mate, poner la radio al máximo de decibeles y violar todas las más elementales reglamentaciones comunales que regulan el tránsito y la convivencia ciudadana. Más grave aún que esa tolerancia oficial es cuando en el acto inaugural de la removedora muestra Ser o no ser: la destrucción industrializada de la Naturaleza brillan por su ausencia los responsables directos de la administración nacional y municipal, ocupados en menesteres más mundanos y vistosos. En otros países, con mayor conciencia del deterioro ambiental a todos los niveles, hay oficinas de asuntos futuros. Por estas latitudes apenas si sobrevive una rancia burocracia, torpe y estulta, ajena al vendaval ecológico que con perfidia tecnocrática se encarga de planificar, acelerando su propia destrucción. Basta ver la ciudad.
La hermosa y terrible exposición del Atrio del Palacio Municipal es un patético, impostergable llamado de atención a la población. Viene de la República Federal Alemana y trata, en imágenes fotográficas de una golpeante elocuencia, de los problemas derivados de la industrialización salvaje: la pérdida irreversible de especies vegetales y animales, del altísimo costo del deterioro ambiental donde ya es difícil mantener un equilibrio vital razonable. Porque se ha pasado de la infinitud del Ser y de la Naturaleza, a la finitud del Haber. Con datos y cifras, pero sobre todo con la indesmentible documentación visual, la exposición actúa como un despertador de conciencias. El efecto invernadero y al agujero de ozono —se lee en los paneles introductorios— son consecuencias directas de la producción industrial de los veinte mil millones de toneladas anuales de bióxido de carbono; el 80 % proviene de las regiones industrializadas: nos incineramos a nosotros mismos. En la fría, lógica afirmación hay una dimensión demencial en el hombre actual que busca, alegre y confiado, la autodestrucción. Estructurada alrededor de cinco núcleos temáticos, la exposición Ser o no ser: la destrucción industrializada de la Naturaleza va hilvanando el lento proceso de contaminación ambiental. Un primer sector está dedicado a La muerte de la Naturaleza y el catálogo luce en la tapa la secuencia de una pareja paseando por un bosque, la tala de ese bosque y finalmente el tendido de postes eléctricos en la tierra devastada. La imagen es sobrecogedora. Los cambios climáticos —donde las conferencias internacionales no llegaron a ningún acuerdo práctico más allá de firmar un protocolo de buenas intenciones— oscilan entre las inundaciones y las sequías incontrolables, como la onda de calor que padece actualmente el hemisferio norte. Los bosques desaparecen por los efectos de las lluvias ácidas y, al no existir en las montañas, los aludes de nieve son incontenibles y deben ser sustituidos con mayor carestía por bloques de cemento; las autopistas y la circulación cada vez mayor de automóviles y enormes camiones, los aviones y los aeropuertos cercanos a las ciudades agregan diariamente dosis infinitas de gases contaminantes que al expandirse en la atmósfera quiebran la delicada capa de ozono. El capítulo dedicado a La destrucción de las formas básicas de vida se refiere a los desechos tóxicos en ríos y arroyos (las imágenes no difieren de las del Miguelete o Pantanoso); los petroleros que con los aceites matan los peces, los plásticos que se acumulan en los basurales, la desertificación de la Amazonia por industrias alemanas son aspectos denunciados con valentía y sin eufemismos, haciendo referencia a las catástrofes del Mar de Aral, Bhopal en la India, Seveso en Italia y Chernóbil en Rusia. El tercer apartado trata de los métodos industriales en la oferta de objetos electrodomésticos, las extensiones del cableado urbano, los envases desechables, los productos agroindustriales, las comidas rápidas, las frutas exóticas y, especialmente, el turismo, una industria más perversa y contaminante que la de las chimeneas humeantes. En un cuarto sector se reúnen las directivas a nivel gerencial y la construcción de gigantescas torres con vidrios espejados que levantan la temperatura ambiental, el tráfico de limusinas con nombre y apellido (Mercedes Benz VIP-Service) para terminar en El otro futuro, la esperanza en una naturaleza sosegada y en equilibrio. Pero a la altura de los acontecimientos todo parece una ilusión. En uno de los textos del catálogo, lamentablemente no todos en versión española, Wolfgang Lohbeck afirma: «Puede ser que realmente los lados negativos y destructivos de la ambición humana (el deseo de poder, de dominio y la opresión) sean aceleradores del proceso. Pero no. Es el sistema industrial que da margen para realizar necesidades como estas. El sistema industrial que también se puede llamar la sociedad-pisa-cabezas ofrece un campo fértil para que crezca todo lo que sea desintegrante, asocial y enemigo de la vida. Las sociedades industriales están unidas en la destrucción. El éxito garantiza el sistema y es el resultado coherente de la evolución del pensamiento occidental, que separa al hombre de la naturaleza y que la degradó convirtiéndola en un almacén de materia prima que se puede explotar a gusto…». La lucha por el medio ambiente es una lucha contra este sistema, es la lucha para liberar a las sociedades en el oeste, este, norte o sur del cáncer del sistema industrial.» Con esta lucidez para enfocar el problema, las acusadoras palabras de los organizadores en la transparente visión del holocausto mundial son para hacerlas propias y unirse en esa contienda por la sobrevivencia del hombre.
Diario La República, 24 de julio de 1995
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