¿Irá el mundo en la dirección que Trump le quiere imponer?
Atendiendo al grado de popularidad que tiene en nuestro entorno regional, no tendría mayores chances en una mirada larga. Es un líder que para los medios de prensa más influyentes en Estados Unidos, fue caracterizado por sus mentiras sistemáticas. El Washington Post le atribuyó hasta diciembre de 2019, un total de 15413 afirmaciones falsas como presidente. Eso implica un promedio de 14.6 mentiras por día. Es insólito que ese sea el comportamiento de un presidente sin que tenga consecuencias sobre su investidura. En Estados Unidos, las mentiras son de los peores crímenes que se pueden cometer, y si no que lo diga Bill Clinton.
Con sus mentiras consiguió desplazar a Hillary Clinton de la carrera hacia la Casa Blanca, y trató de enchastrar la imagen de Biden, falsificando conexiones de su hijo Hunter con empresas ucranianas. Ya desde antes, Donald Trump recibía información del entorno de Putin para ensuciar la cancha electoral. Aparte de mentiroso, Trump se ha caracterizado por traer a la política agravios personales y acusaciones sin respaldo, manejándose con aquello de “miente, que siempre algo queda”. Pero, además, está el comportamiento desleal frente a las instancias electorales, cuestionando cada uno de los resultados adversos. Y si faltase algo, la investigación referida al asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021 señala a Donald Trump como instigador y responsable de haber permitido algo sin precedentes. Los asaltantes llegaron para interrumpir la sesión conjunta de ambas cámaras que debía examinar el voto del Colegio Electoral y certificar el triunfo de Joe Biden. El antecedente a este asalto es de 1814, protagonizado por los británicos durante la guerra independentista de 1812. El de Trump no fue un acontecimiento más en la vida de Estados Unidos. Lo curioso es que no haya tenido una consecuencia automática sobre sus derechos cívicos, y se perfile como el único candidato con chances de volver a ser presidente en las próximas elecciones.
Su estilo de hacer política es el de quien camina por la frontera con un pie a cada lado de la raya. Nada lo inmuta y nada parece detenerlo. Ha utilizado la legalidad democrática para hacer una política basura. Hasta el día de hoy no se ha esclarecido la profundidad de sus relaciones con Putin, pero sí se pueden medir las consecuencias de un vínculo que debería hacer saltar todas las alarmas, porque Putin está demostrando cada día su estado de salud mental, y en este momento la orden que Trump ha dado a sus congresistas de bloquear la ayuda que necesita Ucrania para defenderse de la invasión ordenada por Putin es una constatación de qué lado está en el enfrentamiento con Rusia.
Bastaría para preocupar al mundo que vuelva a la presidencia de un país con la capacidad nuclear y económica que tiene Estados Unidos. Pero no solo puede volver, sino que su influencia acabe contaminando a buena parte de los países que no cuentan con una institucionalidad democrática sólida. En América Latina ha conseguido extender su influencia al país más extenso, miembro de los BRICS, y de un potencial económico enorme. Primero fue Bolsonaro, ahora, por una vía más rebuscada, también ha conseguido interactuar con Lula a través de Putin.
La guerra de Ucrania ha resultado un parte olas a nivel mundial. Cuando los sectores más conscientes de la fragilidad del mundo habían conseguido un consenso en torno a las políticas globales ante el cambio climático, Putin vuelve 200 años para atrás, recoge el herrumbrado patriotismo ruso y pretende adueñarse de Ucrania en 72 horas. Una guerra planificada con prescindencia de la realidad. Le ha costado caro a Rusia, porque ha conseguido lo que quería evitar: una OTAN más fuerte, una Europa más unida, y una Ucrania integrada a las instituciones europeas. Por lo pronto, dos países neutrales, con ejércitos modernos y bien equipados (Finlandia y Suecia) son hoy nuevos miembros de la OTAN. Putin parece no saber dónde está el pedal del freno. Su guerra dejará a Rusia fuera de muchas cosas. Putin se juega a que el petróleo y el gas serán su fuente de recursos inagotables. China trabaja en silencio para lo que pase en algún momento, y ha extendido a todo el mundo su influencia comercial y financiera, aparte de ajustar su desarrollo a un mejoramiento industrial acorde con las normas verdes.
La Unión Europea ha financiado buena parte del crecimiento chino, instalando parte de su industria en un país que utilizó mano de obra barata, y eso le ha costado caro, pero no tanto. La economía europea ha sufrido los cambios de su política interna y de abrirse paso en productos de calidad capaces de competir en un mundo que cuenta, cada vez, con mayor cantidad de competidores. Hoy en día, Europa es un continente unido, que está apoyando a Ucrania, y que enfrenta un programa de nuevas incorporaciones dentro de las normas europeas de funcionamiento, que le ha permitido a una serie de países superar el rezago y que hoy cuentan con mejores políticas sociales y un panorama institucional sólido.
Europa es una barrera que hace difícil el crecimiento del trumpismo. Ya los tipos como Berlusconi, Viktor Orban o Erdogan, no son bien vistos ni se encuentran cómodos en una comunidad con normas y exigencias claras para construir relaciones mutuamente ventajosas. Donald Trump no busca eso, es el hijo de lo peor del capitalismo: la ventajita, la prepotencia, la ley de la selva. Cuando aparece un Bolsonaro, un Nayib Bukele, un Milei, se le acercan como los mosquitos a la luz, porque sus ojos no alcanzan a distinguir las ventajas del respeto y las reglas del juego mutuamente ventajosas. Solo acuden deslumbrados por un potente resplandor, que acabará quemando sus alas. Es posible que Milei consiga algunas ventajitas si Trump gana las próximas elecciones, pero que las pierda al obligar a sus socios a entrar en una espiral de agravios que solo tendrán un éxito asegurado: Ensanchar hasta límites desconocidos la grieta argentina, a lo Trump, y eso no es una ventaja duradera.
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