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El rock como metáfora social

El rock como metáfora social
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A fines de los años ochenta el periodista catalán Ignacio Juliá escribía en una enciclopedia sobre la historia del rock: “A mediados de 1977 el punk ya estaba cambiado. Día a día, la industria, como había hecho con el rock hippy, redujo el movimiento a una simple ecuación: canciones cortas y potentes, ropa atrevida y desgarrada, diseños provisionales y desencajados”. La capacidad de la industria de “comercializar” aquello que había pretendido negarla llevó al periodista a afirmar: “con el punk, desgraciadamente, se ganó una batalla, pero, a la larga, se perdió la guerra”

Justo en los años en que Juliá escribía sus reflexiones en Seattle daba sus primeros pasos el último grupo de rock que logró tener, a la vez que estrellato internacional, un genuino espíritu contracultural. “Nadie encarnó y lidió con este punto muerto como Kurt Cobain y Nirvana”, señalaba el filósofo británico Mark Fisher, “Cobain sabía que él no era nada más que una pieza adicional en el espectáculo, que nada le va mejor a MTV que una protesta contra MTV, que su impulso era un cliché previamente guionado (…) La muerte de Cobain confirmó la derrota y la incorporación final de las ambiciones utópicas y prometeicas del rock en la cultura capitalista”

En esos años en que Nirvana daba sus últimos estertores Simon Stephens tocaba el bajo en la banda escocesa Country Teasers con quienes llegó a grabar discos como The Pastoral -Not Rustic- World Of Their Greatest Hits (1995), Satan is Real Again (1996) o Destroy All Human Life (1999). Pero el sonido entre pospunk y noise de los discos de Country Teasers llegaba en ese momento en el que el rock ya “había perdido la guerra” y en el que “protesta” es solo una etiqueta para vender determinados productos. Birdland, obra teatral escrita por el mismo Simon Stephens, describe con precisión el estado de situación posterior a la derrota.

El espectáculo comienza con un diálogo banal entre Paul y Johnny en un lujoso hotel de Moscú. Son el “frontman” y el guitarrista, respectivamente, de una banda que está por culminar una extensa gira. Ya desde el comienzo notamos, detrás de la intrascendencia de los diálogos, la vacuidad de la personalidad de Paul. Y en la segunda escena, cuando Paul es entrevistado por una periodista poco condescendiente, la obra nos pone ante una de las claves para leerla. “Esta es lo mejor época de la historia -señala Paul- Hay más felicidad ahora que la que hubo nunca (…) Somos más ricos que nunca (…) Hoy en día la gente vive hasta que tienen setenta años (…) Hay más gente que vive cien años que nunca ¿Y quieres saber por que? (…) Plata”.

Este roquero del siglo XXI ha devenido en profeta del capitalismo. Es verdad, la actitud “anti-sistema” de muchos roqueros siempre tuvo contradicciones. Pero el Paul de Simon Stephens no tiene ninguna contradicción, está del lado del sistema. Y no solo que defiende el capitalismo, él mismo se evalúa a sí mismo en función de lo que vende. “¿Cuántas personas vinieron a verme anoche? 75.000 ¿Y hace tres años? 20.000 (…) yo ahora valgo un poco mas de tres veces de lo que valía hace tres años”. El proceso de alienación de Paul es radical. Su música, sus shows y él mismo son pura mercancía. En ese contexto no hay lugar para un comportamiento guiado por principios morales.

La obra se estructura en escenas en las que Paul siempre está presente, lo que permite a la platea conocer la manera en que manipula a los otros personajes para continuar el proceso de permanente entronización de sí mismo. Pero no hay ni un atisbo de culpa en su comportamiento (aunque a veces finja un poco). Todos los vínculos son instrumentales. Vemos entonces que, detrás de este “clásico cuento de rock and roll y excesos”, hay una crítica no solo al proceso de mercantilización del mundo del rock, sino a la dinámica social de las modernas sociedades capitalistas. No en vano la obra comienza en Moscú, la capital de un proyecto político “alternativo” que luego de degenerar y quebrar se transformó en la meca de magnates que se apropiaron de los recursos estatales para expandir el capitalismo a cada región del planeta (y a cada poro del tejido social).

La ausencia de moralidad en las sociedades occidentales es un tema que ya habíamos detectado en Harper, el primer espectáculo de Simon Stephens que conocimos en nuestra ciudad estrenado en Sala Verdi en 2012. Las loas al mercado virtual también eran una constante allí, pero en Harper el vacío existencial que generaba esa mercantilización dejaba abierto un espacio en donde aparecían discursos alternativos (la necesidad de Dios, por ejemplo). En Birdland solo hay “plata”. Incluso el giro final, que da el puntapié a la caída de nuestro personaje, sigue sin generar culpa ni en el protagonista ni en el representante de la discográfica que lo produce. Sí descubriremos, sin embargo, que el propio Paul es un instrumento del capitalismo y que ha vivido a crédito, por encima de sus posibilidades. Casi una metáfora de los discursos que algunos políticos dirigen de forma recurrente a sociedades enteras.

El diseño global de Claudia Sánchez se apoya en el espacio para que el color negro predomine y la sensación de noche y oscuridad sean protagonistas. Un aire de alucinación va ganando lugar con el correr de las escenas hasta culminar en un momento “espectral” que nos recordó el final de Dados tirados, espectáculo de Anthony Fletcher protagonizado por Luis Pazos. El mismo Fletcher, que también había dirigido Harper, es el responsable de la dirección de Birdland, mientras que Pazos encarna a la estrella de rock pro-sistémica. Los diálogos tienen un tono intimista, más allá de algunos momentos puntuales de ira que atraviesan al protagonista. El tono nos permite calibrar los matices de los personajes merced a un elenco que trabaja para que sus criaturas se manifiesten con naturalidad. Es claro que el trabajo de Pazos es clave, es quien sostiene el pulso de Birdland y el eje sobre el que pivotea la historia. Una historia que nos pone ante un espejo quizá demasiado pulido. Uno no puede pensar en este Paul como una suerte de Milei que pulveriza el sentido de conceptos como “libertad” para extender la idea de que solo comprando y vendiendo viviremos en el mejor mundo posible. Una pesadilla que no solo recorre Europa.

Birdland. Autor: Simon Stephens. Dirección: Fletcher Griss. Elenco: Altez Rius, Bovino Hernández, Gini Cami, Inzaurralde Stancov, Pazos Lorenzo. Fotografías: Gustavo Castagnello.

Funciones: jueves a sábados a las 20:00, domingos a las 18:00. Ensayo Abierto (Piedras 599).

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.