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El temido regreso de los excesos policiales por Hugo Acevedo

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El procesamiento de dos funcionarios policiales por haber perpetrado actos de maltrato contra un detenido imputado de robar autos en el residencial barrio Pocitos, exhuma el tan temido fantasma de la violencia estatal, que fue aplicada recurrentemente por el gobierno autoritario de Jorge Pacheco Areco y durante la dictadura.

Esta peculiar circunstancia pone en cuestión la escalada represiva instalada por el gobierno multicolor a través del Ministro del Interior, Jorge Larrañaga, y las nuevas medidas punitivas contenidas en la ya promulgada Ley de Urgente Consideración.

Por más que aparentemente el damnificado era un ladrón identificado, nada puede justificar en este caso el desmedido accionar policial ni los métodos empleados. Por supuesto, el infractor tiene derechos como cualquier otro ciudadano.

Al respecto, lo más grave es que, en el marco del operativo, los efectivos policiales aplicaron picana eléctrica para torturar al preso mientras este se encontraba esposado, lo cual constituye una grosera violación a los derechos humanos absolutamente reñida con el sistema democrático.

Este hecho se suma a otros notorios excesos cometidos en el curso de procedimientos policiales contra ciudadanos no infractores, en el marco de un redivivo recrudecimiento del abuso policial que aparentemente había sido desterrado hace más de treinta años.

Si bien la Policía cuenta con prerrogativas de las cuales carecía antes de la aprobación de la LUC que pueden alentar este tipo de actitudes, la comisión de un delito- en este caso la tortura de un detenido- trasciende naturalmente a sus potestades legales.

En esta circunstancia, se debería exigir, como mínimo, la renuncia del Jefe de Policía de Montevideo y, por qué no, del propio Ministro del Interior. Insólitamente, ambos jerarcas justificaron, sin inmutarse, el uso de la picana, aunque aclararon que no forma parte del arsenal policial. Incluso, el Secretario de Estado aduce que no hubo lesiones. Sin embargo, el auto de procesamiento que originó el dictamen procesal -que se nutrió de pruebas irrefutables- parecería indicar que sí hubo violencia.

De acuerdo a lo trascendido y confirmado por fuentes judiciales, la víctima fue detenida el 30 de junio y, según los testimonios, fue sometida a malos tratos por parte del personal policial a cargo de la aprehensión.

Empero, lo que realmente incongruente es que los efectivos fueron procesados por el delito de abuso de funciones tipificado en el artículo 162 del Código Penal, el mismo que fue aplicado al ex vicepresidente Raúl Sendic y a otros jerarcas estatales en el pasado.

La disposición expresa textualmente: “El funcionario público que con abuso de su cargo, cometiere u ordenare cualquier acto arbitrario en perjuicio de la Administración o de los particulares, que no se hallare especialmente previsto en las disposiciones del Código o de las leyes especiales, será castigado con tres meses de prisión a tres años de penitenciaría”. Obviamente, las situaciones no son extrapolables.

Los funcionarios, que suponemos serán expulsados del instituto policial, deberán cumplir detención domiciliaria, luego del dictamen judicial adoptado por un Tribunal de Apelaciones que falló en segunda instancia, ya que el procesamiento fue apelado, luego de la resolución del fiscal de Flagrancia Diego Pérez.

Más allá de eventuales atenuantes, en este caso se debió tipificar sin dudas el delito de tortura, previsto por el artículo 22 de la Ley 18.026, que fue sancionada y promulgada en 2006, durante el primer gobierno del Frente Amplio.

Esta figura delictiva –que no es excarcelable como lo es el abuso de funciones- prevé penas que van de los 20 meses de prisión a los 8 años de penitenciaría. Según el texto, de la ley, esta medida punitiva será aplicada a una persona que, siendo agente del Estado o contando con autorización o con el eventual apoyo de un jerarca, imponga cualquier modalidad de tortura a alguien que esté privado de libertad o bajo su custodia.

Aparentemente, algunos funcionarios policiales no han interpretado correctamente los erráticos mensajes que provienen desde el Ministerio del Interior y, bajo el paraguas de una legislación que los ampara en el uso abusivo de la fuerza, se creen con derecho a delinquir para luchar contra la delincuencia, con total impunidad.

Este episodio, que es absolutamente indigerible, nos retrotrae en el tiempo no sólo a la dictadura sino también al primer gobierno del colorado Julio María Sanguinetti, cuando se realizaban las tan temidas razzias, bajo el amparo jurídico del decreto 690/80 del gobierno autoritario.

La controvertida disposición originó detenciones arbitrarias, privaciones de libertad, abuso policial y hasta prácticas de tortura en las comisarías, contra personas cuyo único delito era tener el pelo largo o barba, homosexuales y otros colectivos.

Empero, el hecho más grave fue el asesinato perpetrado por la Policía el 24 de julio de 1989, del obrero de la construcción Guillermo Machado, quien fue detenido y conducido a la seccional 15ª de Policía. Según los testimonios de la época, luego fue trasladado en estado de coma al CTI del Hospital Pasteur, donde dejo de existir. El cuerpo de la víctima tenía señales de violencia. El crimen permanece impune.

La resurrección de la prepotencia contra los detenidos avalada por las autoridades, configura un retroceso a los tiempos pretéritos de la dictadura y la democracia tutelada del período 1985-1990, al amparo del nuevo paradigma represivo instalado por el gobierno multicolor de derecha.

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