Desde muy joven soñaba con una casa frente al océano. Estaría en lo alto de una duna, tendría dos pisos y un balcón. En su imaginación se veía asomándose a aquel confortable mirador por las mañanas; ante sus ojos: la inmensidad de las aguas, el grito de las aves marinas y las barcas de los pescadores desplazándose entre las olas hacia el horizonte. Sentía que transcurrir el tiempo que le había sido otorgado en un lugar así, en contacto con el aire perfumado de salitre y a pleno sol, sería una aventura que le daría sentido a su existencia.
Empero, la nave de su vida real encalló entre los arrecifes de cemento y asfalto del centro de la ciudad. Sin embargo, no le fue tan mal. Al menos, la vivienda en la que, primero, pasó su juventud; luego, su madurez y, por fin, empezó a envejecer contaba con un balcón, que él mandó a decorar con una imagen del paraíso que tantas veces había visualizado en su mente. Así, cada día al regresar de la oficina, levantaba los ojos hacia aquella obra y se quedaba un rato en la vereda, contemplándola. Eso lo animaba. Es que, como una promesa, aquel sencillo gesto lo ayudaba a pasar el tiempo mientras esperaba el milagro (ganar la lotería, recibir una herencia, quién sabe qué otras fábulas de enriquecimiento instantáneo) que hiciera realidad su anhelo. Y, por si aquello fuera poco, le quedaba el consuelo de, cada verano, alquilar durante quince días un sitio que al menos remedara en algo la perfección de sus quimeras.
(Ubicación: Yaguarón 1424)