Estaba visto Por Hoenir Sarthou
Dos noticias conocidas en las últimas 48 horas parecen sintetizar el camino por el que va nuestro país.
La primera es el derrame de millones de litros de soda cáustica en el cauce del arroyo Sauce, en las proximidades de Pueblo Centenario, como consecuencia de la operativa imprudencial de la empresa UPM.
El suceso, que ha extinguido la vida en aguas del arroyo y en un campo lindero y sobre el cual se anuncia intervención parlamentaria a instancias del Diputado Rafael Menéndez, fue hecho público por el Ing. Agr. Esteban Calone, integrante de la Comisión de Seguimiento de UPM2 y referente del Movimiento Uruguay Soberano en Paso de los Toros.
El Ministerio de Ambiente anuncia que le aplicará a UPM una multa de 1.000 unidades reajustables por el desastre ambiental. Son poco más de 40.000 dólares, o sea, nada para una empresa que gana cientos de millones de dólares por año por su actividad en Uruguay.
El Estado debería demandar a UPM por los perjuicios y quizá hacer valer alguna clase de responsabilidad penal. Pero algo me susurra que no lo hará.
La pregunta es por qué se permite a la empresa el manejo irregular y negligente de sustancias tóxicas y corrosivas a escasos metros de corrientes de agua. ¿Por qué no hay controles ni inspecciones? ¿Por qué no se demanda por los daños? Sobre todo, siendo la tercera vez que la empresa es multada por infracciones a normas de seguridad ambiental.
La respuesta es obvia: porque la instalación de UPM y de las demás pasteras no es una decisión de los gobiernos uruguayos, que no tienen ni siquiera la libertad de aplicarles los controles estrictos ni las sanciones que la índole de su tarea, y el riesgo ambiental que implica, harían aconsejables.
UPM 1 y UPM 2 son hijas del Banco Mundial, que hace ya décadas comenzó a promover y a subvencionar la plantación forestal en nuestro territorio. La forestación y la producción de celulosa son una “política de Estado” que no dispuso nuestro Estado. Se nos impuso en el marco de una confusa dinámica de endeudamiento, refinanciaciones y nuevos préstamos, de la que ningun gobierno, desde 1987 hasta la fecha, ha querido hablar con claridad.
Por eso no hay controles, por eso las multas son cariñosas palmaditas en la cola, por eso no se demanda, por eso se hace, se tolera y se paga todo lo que UPM exige.
Construidas las dos plantas, se empiezan a ver los verdaderos efectos del modelo celulósico y de los contratos secretos con que se lo impuso.
Muy pocos puestos de trabajo, cero utilidades para Uruguay, y un crecimiento del PBI ilusorio, porque -exoneraciones tributarias y zonas francas mediante- no va acompañado por la recaudación de impuestos que correspondería.
A eso hay que sumarle el daño ambiental, tanto el inevitable, que producen los eucaliptus, la fabricación de celulosa y ahora el hidrógeno verde, como el evitable, que resulta de la negligencia y actitud de impunidad y con que se maneja UPM, segura de que ninguna medida grave tomarán los gobiernos uruguayos contra ella.
Lo cierto es que, a todos los costos que la empresa nos causa y a toda el agua superficial y subterránea que se lleva gratis, hay que sumarle la destrucción -posiblemente irreparable- de un arroyo que es afluente del Río Negro.
La otra noticia es de distinta índole. Pero no menos grave.
El juez Alejandro Recarey, que dispuso la suspensión de la vacunación por COVID para los niños e intimó al gobierno informar sobre la composición de las vacunas, fue sancionado por la Suprema Corte de Justicia con tres meses de suspensión sin goce de sueldo, en lugar de la mera amonestación que había sugerido la juez sumariante.
Un mensaje claro, sobre todo para el resto de los jueces, que ahora saben sin ninguna duda que ciertos fallos, los que pegan muy alto, no son admisibles.
Quien se quede en lo formal, en lo que dice el expediente, creerá que Recarey cometió alguna falta grave. Pero, como me señalaba alguien ayer, el tiempo hará justicia, y se sabrá que muchos padres abrieron los ojos cuando Recarey dictó su sentencia. Que muchos niños, por libre decisión de sus padres, no fueron vacunados gracias a esa advertencia.
En un país y en un mundo en que las cifras de mortalidad han explotado desde el año 2021, el año en que se empezó a vacunar contra el COVID, ese dato no es menor. ¿Cuántos niños uruguayos se libraron de sufrir graves afecciones, o directamente de morir, gracias al fallo de Recarey? No podemos cuantificarlo, pero todos sabemos que son muchos.
Cuando pase y decante toda la locura que se nos impuso con la pandemia, que se quiere prolongar con otros miedos fabricados y publicitados, se podrá juzgar con propiedad la labor de Recarey y la de sus juzgadores.
Si un juez tiene por función principal garantizar los derechos de los ciudadanos y poner límites al autoritarismo del poder, el único verdadero juez en todo este asunto ha sido Recarey. Los otros, los que lo denunciaron y sancionan, son burócratas presupuestados en el Poder Judicial, que no es lo mismo que ser jueces.
Esta última frase puede sonar descabellada y rimbombante. Pero dejen actuar al tiempo. No tengo dudas de cómo se juzgará a cada quien cuando decanten las cosas y el interés y el miedo dejen de torcer la balanza.
En resumen: dos contratos secretos, el de UPM y el Pfizer, causan daños evidentes a nuestro territorio y a nuestra soberanía, en este caso, a la de nuestro sistema de justicia.
Nada que no fuera previsible. Nada sobre lo que no se haya alertado ya desde hace tiempo.
Es el momento de poner fin a los contratos secretos con empresas multinacionales, si no queremos que los cauces de agua destruidos, los jueces perseguidos, el agua salada y otros daños territoriales y morales se multipliquen.
El que tenga ojos para ver, que vea. Y que actúe en consecuencia.
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