Estamos frente a un tiempo de cambios con raíces en los acontecimientos decisivos del Siglo XX: Consolidación de regímenes democráticos con separación de poderes, y la aparición de regímenes socialistas basados en la conducción política del partido revolucionario, inspirados en una interpretación de los trabajos de Marx y Engels sobre la inevitable lucha de clases, y su desenlace en la sociedad socialista, que concentra las decisiones de los poderes del Estado en el Partido único, no en el sistema de partidos, donde uno gobierna y otros controlan a través de la labor parlamentaria, la fiscalización judicial y las distintas instancias sociales, que poco a poco toman iniciativas de control.
El naciente socialismo promovió la estrategia de frentes populares, estableciendo alianzas entre partidos de distintos orígenes sectoriales, unidos frente a situaciones políticas puntuales, como la guerra civil española, el movimiento 26 de Julio, de Cuba, el triunfo de Salvador Allende en Chile, y multitud de otros ejemplos a lo largo y ancho del mundo, que coincidieron en que el triunfo del socialismo de inspiración soviética era inevitable.
Los pilares de la democracia uruguaya están asentados en los comienzos del siglo XIX, con la propia guerra de independencia. Si los hechos de armas dejan una estela emotiva, que en muchos casos eclipsa buena parte de los procesos políticos y sociales, algunos tienen la fuerza suficiente como para dejar un ideario novedoso que acaban justificando los hechos de guerra. “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”. En esta frase fundacional, Artigas, dibujará una de las características del sistema democrático que se afirma desde comienzos del siglo XX. El Uruguay, tras un siglo de luchas internas, acaba aceptando que el camino de las urnas no es la formalización de una estafa de los ideólogos de una aristocracia rancia y regresiva. Fue la novedad uruguaya en un continente que se desprendía del colonialismo y debía incorporarse, al mismo tiempo, a las ideas que marcarían el siglo que lo veía nacer.
El Frente Amplio acaba de cumplir 50 años. Nació en medio de una de las crisis más profundas que soportó la democracia uruguaya. En 1969 se definió como una “fuerza pacífica y pacificadora” en medio del enfrentamiento armado que tenía como objetivo crear un doble poder en Uruguay, y establecer una sociedad inspirada en la cubana. El FA recorrió un largo camino en la oposición, incluyendo el duro período de la dictadura. Emergió como una fuerza política comprometida con la democracia bajo la conducción inequívoca de Liber Seregni, más como una fuerza política nueva que como la coalición de partidos que la fundaron. ¿Era el mismo Frente Amplio de su fundación? Evidentemente no. Recién entonces se transformaría, en los hechos, en “la fuerza pacífica y pacificadora” que había anunciado en 1969. Lo demostró claramente con un presidente y varios de sus ministros que no disimularon su nostalgia por la lucha armada, haciendo del 8 de octubre el día más venerado. La voz de Jorge Salerno, muerto aquel luctuoso, día sigue reclamando a través del MLN: “Qué linda la madrugada / con ese sol trafoguero / cuando se haga llamarada / va a alumbrar al mundo entero.”
No hubo ni hay margen para obviar el legado de las generaciones de ciudadanos que le dieron forma a la institucionalidad uruguaya. Desaparecieron del horizonte internacional las premisas que intentaron disfrazar regímenes dictatoriales en novelerías progresistas, y en nuestro continente, poco a poco, los populismos embaucadores comienzan a perder fuerza.
El Frente Amplio ha leído las claves por donde transitará el mundo a partir del Siglo XXI, y también parece haberlas leído aquella organización que nació “para que no quede piedra sobre piedra, ni semilla que germine, ni árbol que dé sombra”. Muchos dirigentes frentistas, en los quince años que el FA gobernó el país, actuaron como si sus cargos fuesen para siempre. Mucho antes de lo que imaginaron les tocó perder una elección, y volver al llano. Actuaron al margen del mandato temporal que les confería la ciudadanía, y todavía no alcanzan a entender qué implica el profundo cambio que vivirá el mundo a lo largo de este siglo. La reaparición, por estos días, del exvicepresidente del FA parece que el conjunto de la nueva fuerza política está verde todavía, le falta una visión de largo plazo más consistente.
Una de las pistas la está dando la opinión pública de los países desarrollados que habla de José Mujica con veneración. ¿Qué saben y que valoran del Pepe esas inmensas mayorías de países tan variados como Argentina, España, Japón o Estados Unidos? Una aspiración tan simple como la austeridad de sus gobernantes. Un fenómeno similar se está viendo hoy en Alemania con Angela Merkel.
Es cierto que el mundo nunca había acumulado tanta riqueza en tan pocas manos, y que alguien como Elon Musk puede estar al borde de la quiebra hoy y en pocos años ser el hombre más rico del mundo. Pero el que crece de forma consistente no es el restringido sector de multimillonarios sino la clase media, que comienza a aparecer inclusive en África.
Democracia y clases medias son las utopías de este siglo. Los falsos profetas latinoamericanos, que sueñan con mayorías cautivas de sus caprichos van a ir desapareciendo, aunque no sin dolor para los pueblos que todavía deban soportar el tránsito a sociedades más críticas pero más conscientes de los instrumentos de poder que tienen en sus manos.
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