De acuerdo con una encuesta de 2020 en 154 países 57% de las personas se declaró insatisfecha con la democracia. Con las fórmulas y aplicaciones de dos multicitados autores clásicos de este tema, partidos políticos y elecciones -el florentino Giovanni Sartori y el renano Dieter Nohlen- su razonamiento eurocéntrico prescribirá acciones a consumar. Más allá de su validez, no encontraremos en ellas alguna explicación para décadas de caídas en los porcentajes comiciales o justificación para el sufragio mayoritario a la derecha más conservadora por parte de los electores jóvenes. Sus pareceres son para otro mundo: el primero.
Para nuestro subcontinente, importa ver que el papel de las instituciones es fundamental en la percepción ciudadana, pero hay que añadir -tratándose de una impresión del público- que también influye la caracterización de los medios mayoritarios de comunicación indicando qué ver y a cuáles atender de la exhibición. El sardo Antonio Gramsci, hace casi una centuria, los definía de igual forma que lo hacen (y hago) muchos hoy: los medios -generalmente- intervienen en los planos ideológico-cultural y político a fin de propalar informaciones (y formar ideas) en favor de una concepción minoritaria pero dominante en el mundo, lo que el mineiro José Paulo Netto definió como “el orden social comandado por el capital”.
Un tipo como la de la repulsa de la encuesta referida, la citó Felipe Echenique en el semanario mexicano Proceso: “es el instrumento político de dominación y sujeción para mantener las cuotas de reproducción social en niveles cada vez más bajos»
Hay democracias que se agotan con la gobernanza progresista y sus estrechos límites, con falta de visión y cediendo espacio a la derecha -de cuño neoliberal- dejando insatisfechas las aspiraciones mayoritarias.
Asimismo, debo considerar el debate actual sobre democracia y cambio social, que resumo en tres amplios segmentos: el más antiguo de las clásicas, entre lo formal y lo real, transformado en algo táctico, coyuntural, que -determinismo mediante- debe acabar en un movimiento revolucionario. Como antitético está aquel que postula la declarada prioridad de garantizar la institucionalidad presente, olvidando el anticapitalismo, sobre el que no propone ninguna alternativa sino aconseja una práctica pacífica y electoral -un tanto menor- “teñida” de izquierda.
Al contemplar las dos expresiones que separan democracia y cambio social duradero, queda el espacio de una tercera opción que se erige tomando elementos de las anteriores: los logros populares dependen de la recuperación de los derechos civiles, entre los que sobresalen medidas que aprueban cursos democráticos preparatorios de un amplio movimiento democrático-popular, sin determinar tiempo ni procesos.
Según esta posición, estaríamos ante la perspectiva de que se constituyera algo de esa naturaleza en el camino de las coaliciones entre progresistas e izquierda en Chile y Uruguay, tal vez extendiéndose a Bolivia, Brasil y hasta Argentina, como generalización (salteándonos los desarrollos políticos de cada uno de los países). De ser esta la respuesta que contemplara la satisfacción de las mayorías -acompañada de la mesocracia- se acabaría compartiendo las expresiones del uruguayo Carlos Quijano, quien sostenía que “la crisis de la democracia liberal, la avasallante acción del Estado, el avance del fascismo, la lucha de los imperialismos, exigen definiciones y soluciones” (semanario Marcha, número del 2 de julio de 1939) más la sentencia de quien respondía al ascendiente de Gramsci, Norberto Bobbio: “Las crisis de los procesos políticos y la teorización que de ellas se hace, encontrarían solución en la sociedad civil, en donde se encuentran fuentes de legitimación y nuevos espacios de consensos”.
En toda transición a partir del neoliberalismo hay peligros de retorno al antiguo régimen si no existen avances económicos, sociales y políticos que conduzcan, con cimientos, a colmar esperanzas. Es así que los cambios cualitativos se van aproximando a los límites del ascenso, mientras quienes se mantienen dentro del neoliberalismo van retrocediendo hacia los límites inferiores del capitalismo, statu quo usufructuado por quienes se apropian de una enorme masa de capital saqueado a planes de inversión social.
Cuando no se aplican en los análisis de las diversas realidades los principios del razonamiento dialéctico -aunque hay dilaciones que alcanzan a visualizar las contradicciones entre progresismo e izquierda en el seno de grupos aliados pero con diferentes concepciones- se frena la posibilidad de cambios. La frontera creada -con cierta artificialidad- termina negando la posibilidad de variantes sociales profundas, definitivas, que puedan atraer al pueblo; ello ocurre cuando las dirigencias se atascan en preconceptos y -en su nivel- sólo atinan a pensar en la sustitución de patrones privados por un Estado-patrón. Habiendo tenido a la mano instrumentos de cambio, al no aplicar el principio del devenir, permiten al grupo que se quiere sustituir que la hegemonía siga siendo mantenida por los dueños del capital, numéricamente menores y, sin embargo, cultural y políticamente dominantes, en vez de convertir la misma en arma democrática de las mayorías.
Un preclaro paisano, Jorge Majfud, escribió hace unos días: “En las democracias formales, las clases dominantes no censuran como en una dictadura tradicional; se reduce a los críticos al silencio de los grandes medios o cuando estos trascienden de alguna forma, se los demoniza como en tiempos de la Inquisición. En las democracias formales, al uno por ciento le basta con convencer a la mitad más uno de los votantes para mantenerse en el poder político. Tarea nada difícil cuando, por ejemplo, se mete a dios en el paquete de sus ‘valores y principios’. Pero la micro elite de arriba no depende de la mitad de abajo para mantenerse en el poder económico”.
Las transformaciones escenográficas supeditados a alianzas y personajes, serán vanas y temporales.
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