Estuve de viaje en Colombia. Cuando uno quiere conocer el lugar que visita y, movido por ese deseo, traba largas charlas con la gente del lugar, uno pregunta y genera en los nativos del lugar la necesidad de darle al extranjero una explicación de sí mismos. En pocos días de visita y en contacto con poca gente (Colombia son más de cincuenta millones) el resultado es necesariamente modesto y provisorio. Aún con esas limitaciones el viaje me resultó interesante y disparador de algunas reflexiones sobre nuestro país.
¿Qué explicación de sí mismos me dieron los colombianos? Colombia está en guerra; desde hace muchos años la guerra es un permanente ruido de fondo en la vida de los colombianos. Después de las batallas de la independencia la lucha política fue caótica y feroz. En 1948 estalló el Bogotazo, el fusil pasó a ser considerado el instrumento apropiado para construir una nueva Colombia, y años después hasta el cura Camilo Torres se echó a la selva con un arma en la mano para defender a los oprimidos y construir una sociedad mejor. Desde esos tiempos y sin cesar hasta ahora se mataron entre sí guerrilleros y militares en las montañas de Colombia y fueron saqueados, desplazados y atropellados campesinos y pobladores atrapados en el medio.
Con el tiempo los viejos ideales de la guerrilla se fueron diluyendo, su razón de ser se extinguió en las fatigas de la selva, pero los batallones de guerrilleros no quisieron –o no pudieron- reconocer el sinsentido que había sustituido a sus propósitos iniciales de cambio social; la guerrilla pasó a ser un fin en sí misma, a ocuparse de su sobrevivencia, extorsionando a los campesinos y pactando con el narcotráfico. Buscando una salida de esa tragedia sigue enredada Colombia: el último intento de desenredar la madeja ha sido elegir Presidente a un antiguo jefe guerrillero.
Estamos tratando de desenredarnos, me dijeron los colombianos. De la justicia social, de los pobres, de todo aquello que fue el impulso y la justificación guerrillera nadie me habló. ¿Qué es desenredar allí? Es terminar la guerra, es desautorizar un relato que se fue al carajo, es incorporar los combatientes a la vida cívica pacífica. Y desde eso me pongo a pensar….
En nuestro país el proceso de desenredarnos de nuestro pasado de guerrilla y del enfrentamiento militar a la guerrilla está más avanzado, está en su etapa final. Igual que en Colombia el saldo de aquel proyecto-sueño guerrillero es deficitario: no dejó nada, nada útil, nada positivo y sí una seria afectación de tradiciones políticas que todavía está a medio restablecer. Ya hemos cumplido las etapas iniciales de la salida: las hemos comentado mil veces: pacto de salida (Club Naval) elecciones con proscriptos, amnistía, ley de caducidad. La etapa final de ese desenredarnos es el paso frente a un juez de todos los responsables de delitos de lesa humanidad. Esa es la etapa que está en curso.
El Uruguay ha sido generoso y magnánimo en la reintegración a la democracia del personal guerrillero. Los padecimientos extremos sufrido por ellos fueron interpretados como una especie de pago a cuenta: la actitud de los principales referentes de los tupas ha ayudado. El pueblo en general ha tenido especial paciencia con el relato fantasioso de una guerrilla no para tomar el poder sino para enfrentar la dictadura y ha mostrado sabia tolerancia con cosas como, por ejemplo, la celebración anual de la toma de Pando, fracasado episodio que le costó la vida a un uruguayo inocente, por quien nunca tuvieron la decencia de pedir disculpas y ayudar a su viuda con algún estipendio, como el que se les votó a todos los perjudicados por la dictadura y cobran religiosamente.
El paso final de ese proceso de desenredarnos, que es el que actualmente está corriendo, consiste en la aplicación de justicia a los militares infractores. Ese último paso está lejos de ser ejemplar y ha tenido episodios vergonzosos. No quiero generalizar: quizás fuese más justo poner los nombres de jueces y/o fiscales intervinientes. En todo caso yo conozco tres casos escandalosos. Sobre los tres he escrito en las páginas de este semanario y se pueden consultar allí los detalles. El que me parece más lamentable, porque el condenado injustamente murió en prisión, es el del Gral. Dalmao. El segundo es el del oficial que mató al tupamaro Nelson Berreta (1) cuando éste intentaba fugarse. El tercer caso es la condena a Amodio Perez, (2) que luego fue corregido en segunda instancia. Ningún otro órgano de prensa simpatizante del Frente Amplio se ha ocupado de estos episodios; tampoco SERPAJ ni el Instituto de Derechos Humanos del Parlamento.
Más allá de estos tres casos flagrantes, da la impresión de que los jueces y fiscales a quienes les tocó intervenir han interpretado su misión como la de ponerse a tono con una condena que se interpreta como universal hacia la irrupción militar en la vida del país y que por ese motivo dichos magistrados han buscado aplicar una justicia ejemplarizante. Lo que hubiese correspondido hubiera sido esmerarse en aplicar una justicia justa, con todas las garantías. Han procurado ser severos cuando deberían haber sido justos, particularmente justos, celosos de dar al acusado todas las garantías del debido proceso; porque esa es su obligación y porque para desenredarnos de aquel pasado tenebroso no se puede copiar los procedimientos que en él usó la justicia militar. Probablemente el Coronel Silva Ledesma también creía conveniente aplicar una justicia ejemplarizante.
En nuestro país se generó –hubo actores políticos y culturales que trabajaron para ello- una cultura de reclamo de castigo cuando debió haber sido reclamo de justicia. Los órganos del Poder Judicial operan en una sociedad determinada y según los usos y tradiciones aceptadas de esa sociedad. Las leyes, también, son producto de las sociedades, de ellas emergen. Los jueces no actúan en el vacío sino en la sociedad en que viven. Todo eso es verdad, pero otra cosa es cobrar al grito.
Quizás los verdaderos responsables de la situación denunciada hayan sido ciertos formadores de opinión que se empeñaron –y consiguieron- crear un estado de ánimo social más propenso al castigo que a la aplicación de justicia. La meta no debió ser el castigo sino la justicia. Parece lo mismo, pero no es lo mismo.
1) Voces Nro. 699 – 26/6/2020
2) Voces Nro. 729 – 11/3/2021
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