
Otra campaña electoral pasó, y dejó a su paso un ejército de orcos gritando de un lado y del otro, por la “batalla cultural”. Un término que es utilizado con frecuencia y, en la mayoría de los casos, de manera equivocada, siendo empleado para describir enfrentamientos ideológicos en redes sociales, la polarización política o incluso como sinónimo de una guerra entre valores conservadores y progresistas. Sin embargo, esta utilización superficial y maniquea, no capta el verdadero significado del concepto tal como lo planteó Antonio Gramsci (1891-1937), el filósofo y político italiano que lo introdujo en el siglo XX. Para entender realmente qué es la batalla cultural, debemos volver a sus orígenes teóricos y analizar su vigencia en la actualidad.
Gramsci desarrolló su pensamiento en las primeras décadas del siglo XX, un periodo en el que el marxismo ortodoxo sostenía que la revolución proletaria surgiría inevitablemente de las contradicciones económicas del capitalismo. Sin embargo, observó que, a pesar de las crisis económicas y sociales, las sociedades occidentales no se encaminaban directamente hacia la revolución. Esto lo llevó a cuestionar la idea de que el poder radicaba únicamente en la coerción del Estado y a proponer un análisis más profundo de la función de la cultura en el mantenimiento del orden social. De esta reflexión surge el concepto de “batalla cultural”.
Para el marxismo clásico, el Estado es el principal instrumento de dominación de la clase burguesa sobre el proletariado. La revolución, según esta perspectiva, se produciría cuando las condiciones materiales alcanzaran un punto de crisis irreversible. No obstante, Gramsci notó que las estructuras de poder en las sociedades occidentales eran más complejas y no se basaban exclusivamente en la represión estatal. Aquí introduce la distinción entre el Estado y la sociedad civil. Mientras que el Estado ejerce la dominación a través de la fuerza (ejército, policía, sistema judicial), la sociedad civil es el espacio donde se construye el consenso a favor del orden existente. En otras palabras, el poder de la clase dominante no se mantiene solo con la coerción, sino también con la aceptación voluntaria de su ideología por parte de la población.
El concepto de hegemonía es clave en la teoría gramsciana porque explica cómo una clase logra que su visión del mundo sea adoptada por el conjunto de la sociedad. La hegemonía no es simplemente dominación forzada, sino la capacidad de una clase para presentar sus intereses como si fueran los intereses generales de todos. Esto se logra a través de la cultura, la educación, la religión, los medios de comunicación y la producción artística e intelectual. Cuando una ideología se convierte en “sentido común”, su aceptación es automática, lo que refuerza la estabilidad del sistema sin necesidad de recurrir constantemente a la represión.
Dentro de este marco, la batalla cultural es la lucha por la hegemonía en el campo de las ideas. No se trata simplemente de una confrontación de opiniones en redes sociales ni de una disputa política inmediata entre grupos conservadores y progresistas. Es una lucha prolongada y estructural donde se busca transformar las concepciones predominantes sobre la sociedad, la economía, la moral y la cultura. Las clases dominantes utilizan la batalla cultural para mantener su hegemonía mediante la difusión de valores, creencias y narrativas que legitimen su posición. Para ello, se apoyan en instituciones clave como: la educación (a través de los programas escolares y universitarios, se inculcan visiones del mundo que refuerzan el status quo), la religión (en muchos casos, las doctrinas religiosas refuerzan valores conservadores que promueven la obediencia y el conformismo), los medios de comunicación (controlados por grandes conglomerados, moldean la opinión pública y establecen los temas de debate) y la producción artística e intelectual (literatura, cine, música y otras expresiones culturales reflejan y refuerzan ciertos valores sociales). Por otro lado, los grupos que buscan transformar la sociedad deben librar su propia batalla cultural para erosionar la hegemonía existente y proponer una nueva. Esto implica la creación de una contrahegemonía, es decir, una alternativa ideológica capaz de reemplazar el sentido común impuesto por la clase dominante.
La batalla cultural gramsciana no es un enfrentamiento superficial entre identidades políticas, sino una disputa por la hegemonía cultural. Para que un grupo social pueda establecer su liderazgo en una sociedad, no basta con controlar el aparato estatal; es necesario también construir un consenso cultural que haga parecer sus valores y concepciones como naturales o universales. Gramsci distingue entre “guerra de maniobra” y “guerra de posiciones”. La primera se refiere a los enfrentamientos directos por el poder, como los golpes de Estado o las revoluciones armadas. En cambio, la “guerra de posiciones” es la que se libra en el ámbito de la cultura y las ideas, donde los cambios ocurren de manera más lenta, pero son los que realmente consolidan un nuevo orden social.
La batalla cultural sigue siendo clave para entender las disputas ideológicas de nuestro tiempo, donde medios, educación y cultura popular moldean el sentido común. Más que una simple confrontación política o mediática, es un proceso profundo de reconfiguración social en el que distintos grupos intentan imponer su visión del mundo como norma. Comprender su raíz teórica nos permite ir más allá de su uso superficial y reconocer que las transformaciones más duraderas no ocurren solo en el ámbito político, sino en la lenta y constante disputa por la manera en que una sociedad percibe la realidad. En este escenario, la pregunta clave es: ¿quién está ganando hoy la batalla por el sentido común?
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