Este año se cumplen 300 años del nacimiento de Immanuel Kant, lo que convierte este momento en una ocasión propicia para reflexionar sobre su legado filosófico. Entre los muchos temas que Kant aborda, su concepto de moralidad y ética ofrece herramientas valiosas para analizar problemas actuales, como la corrupción. Si bien Kant no trató la corrupción directamente en su obra, sus ideas sobre el deber, la justicia y el respeto por la ley moral nos permiten entender este fenómeno y sus consecuencias desde una perspectiva crítica.
Para Kant, la dignidad inherente a cada ser humano es un principio fundamental de su ética, expresado en su segundo formulación del imperativo categórico: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio.” Este mandato moral exige que respetemos la humanidad en cada individuo, reconociendo su valor intrínseco y autonomía. Cuando alguien comete un acto de corrupción, viola este principio al tratar a las personas como simples medios para conseguir un fin, ya sea poder, dinero o influencia. Una acción corrupta es, por tanto, una cosificación del otro. Al instrumentalizar a las personas, ya sea sobornándolas, manipulándolas o engañándolas, la corrupción convierte la dignidad humana en una mercancía, algo que puede ser comprado o utilizado. Este tipo de comportamiento no respeta la autonomía moral del individuo, sino que lo reduce a un engranaje en la maquinaria de intereses egoístas. En lugar de tratar a las personas con el respeto debido a su condición de seres racionales y autónomos, se les despoja de su dignidad para servir fines particulares, generalmente en detrimento del bien común.
Además, la corrupción no solo afecta a las personas directamente involucradas, sino que tiene un impacto mucho más amplio en la estructura social y en la confianza que sustenta las relaciones comunitarias. Cuando el bien común es subordinado a intereses privados, se desmorona la base ética que permite el funcionamiento armónico de una sociedad. La confianza en las instituciones, esenciales para la cooperación y el respeto mutuo, se erosiona. Cuando las instituciones —que deberían garantizar la justicia, la igualdad y la imparcialidad— son corrompidas por intereses personales, los ciudadanos pierden la fe en el sistema.
Para Kant, una comunidad ética solo puede sostenerse si todos los individuos actúan conforme a principios morales universales, respetando las leyes y los derechos de los demás no por conveniencia, sino por deber. La corrupción socava estas condiciones al introducir el egoísmo y la arbitrariedad en las relaciones humanas. Cuando los ciudadanos perciben que las instituciones actúan en función de intereses privados y no del bien común, se produce una ruptura en el contrato social implícito que permite la convivencia. De este modo, la corrupción no es simplemente un acto moralmente reprochable en el nivel individual, sino que tiene un efecto corrosivo sobre las condiciones de posibilidad de una comunidad ética.
Kant ofrece indirectamente soluciones a la corrupción a través de su insistencia en la necesidad de un Estado moral y la promoción de individuos capaces de actuar por respeto al deber. La ética kantiana subraya la importancia de la educación moral, tanto a nivel individual como colectivo. Una solución a la corrupción, desde este enfoque, sería fortalecer el carácter moral de los individuos mediante una formación ética que promueva el respeto por la ley moral y la capacidad de actuar conforme al deber, sin dejarse influenciar por intereses personales o particulares. Además, Kant insiste en la necesidad de una constitución republicana, donde las leyes sean producto de la voluntad general y no de intereses particulares. Un sistema político basado en principios racionales y universales puede ofrecer un marco institucional que limite las oportunidades de corrupción, al garantizar que las leyes se apliquen de manera justa y equitativa.
No obstante, Kant también reconoce que ningún sistema político es perfecto, y que siempre habrá tendencias corruptas en la naturaleza humana. Por ello, sugiere que la vigilancia constante y la promoción de principios universales de justicia son herramientas fundamentales para mitigar estos peligros. El deber de los ciudadanos, por tanto, no es solo cumplir la ley, sino también estar atentos a las posibles distorsiones que la corrupción pueda introducir en el sistema político.
Aunque la propuesta kantiana de un Estado basado en principios universales de justicia y la formación moral de los ciudadanos ofrece una visión ideal para enfrentar la corrupción, presenta dificultades en su aplicación práctica. Kant subestima el poder estructural de la corrupción, que en muchos contextos no es solo un desvío moral individual, sino un fenómeno arraigado en las estructuras de poder, lo que limita la capacidad de las personas para actuar moralmente. Además, la idea de leyes justas basadas en principios universales puede ser insuficiente en sistemas que perpetúan relaciones de poder asimétricas, lo que sugiere la necesidad de mecanismos más concretos de control y sanción. ¿Puede la ética kantiana, con su énfasis en el deber y la ley moral, ofrecer una solución efectiva contra la corrupción en un mundo donde el problema es a menudo sistémico y estructural, o necesitamos revisar estos principios para enfrentar mejor las complejidades contemporáneas?
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