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La ilusión de Harari, por Miguel Pastorino

La ilusión de Harari,  por Miguel Pastorino
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El famoso historiador Yuval Noah Harari, con el éxito editorial de sus obras “De animales a dioses” y “Homo Deus”, se ha convertido en “el gurú de Silicon Valley”, y es elogiado por líderes políticos de todo el mundo que recomiendan su lectura como si se tratara de una gran revelación del conocimiento. Y es que en un mundo de conocimientos híper especializados y una imparable fragmentación del conocimiento, es de celebrar que alguien escriba una apretada síntesis de la historia de la humanidad, con una panorámica visión de la historia y del conocimiento científico, con proyecciones inquietantes y reflexiones provocadoras que además de ser atractivas, dejan pensando. Y además escribe bien y con mucha sencillez, haciendo de temas inaccesibles para una amplia mayoría, cuestiones más comprensibles y presentadas como novedosas. El riesgo es crear un nuevo relato reduccionista sobre la totalidad, donde todo cierra perfectamente para la presentación global de la ideología del autor.

Seguramente el divulgar las cuestiones más inquietantes sobre la inteligencia artificial y el manejo de los datos, sea lo más elogiable de su obra, para poner el tema en discusión de modo más abierto y menos especializado. También pone un gran interés en mantenernos al tanto de los últimos hallazgos científicos sobre las emociones y el pensamiento animal. Pero con respecto a otros temas, más que divulgar temas inaccesibles para muchos, lo que hace es presentar sus propios prejuicios como si fueran evidencias irrefutables.

Creo que en gran parte su éxito se debe a lo que tiene de genialidad su trabajo, lo bien que escribe y por la simplificación que hace de muchos temas complejos. No obstante, es muy cuestionable su visión reduccionista del ser humano, de la historia y de las religiones, especialmente si son leídas sus tesis con ingenua devoción.

Mucha ilusión y poca ciencia.

En temas científicos presenta teorías discutibles e hipótesis sin demostración empírica, como si fueran verdades reveladas por la ciencia e irrefutables. No distingue entre lo que realmente está demostrado y lo que son teorías especulativas que ni siquiera son aceptadas por la mayor parte de los científicos. Repite devotamente la “memética” de Richard Dawkins, no compartida por la mayoría de los biólogos, así como la hipótesis neurocientífica de Gazzaniga sobre “el intérprete cerebral” que es muy cuestionable desde la neurociencia y la filosofía de la mente contemporánea.

También saca sus propias conclusiones de experimentos que cita, como los de Benjamín Libet sobre “el libre albedrío”, para decir que la libertad es una ilusión mental, cuando en realidad confunde la libertad con el “acto voluntario”. El propio Libet no llega finalmente a las conclusiones de Harari, sino a seguir manteniendo que la libertad, aunque condicionada, mantiene su “capacidad de veto”. Desde la antigüedad se sabe que la intención puede no ser libre y que muchas veces no lo es, hay tendencias naturales que dan inicio a muchas de nuestras elecciones. No hay duda de que hay actos involuntarios, así como también hay ilusiones de libertad, como en tantas otras cosas. Pero no es serio confundir la correlación entre lo que sucede en el cerebro con lo que acontece en la conciencia, como si todo fuera de orden causal. El propio Libet, neurocientífico pionero en los estudios de la conciencia, en su última obra antes de morir, del 2004 (Mind Time) escribe: “El mayor regalo que la humanidad ha recibido es la libre elección. Es cierto que estamos limitados en nuestro uso de la libre elección. Pero la pequeña porción de libre elección que poseemos es un regalo tan grande y tan potencialmente valioso que sólo por él la vida es digna de ser vivida”.  Pero Harari con una sola referencia, da el salto de ficción naturalista de querer reducir la libertad a una ilusión que se inventa el cerebro. Sus conclusiones no dan cuenta de las investigaciones contemporáneas sobre el libre albedrío, ni sobre la conciencia, sino que usa la información que le sirve para confirmar sus supuestos.

Suscribiendo al mito del conflicto entre ciencia y religión.

En cuestiones de historia de la ciencia comete varias simplificaciones que niegan la continuidad del desarrollo científico en occidente, subestima el pensamiento filosófico y resucita el perimido mito del conflicto entre ciencia y religión, que por cierto sigue siendo popularmente muy atractivo. Y con su alergia explícita a las religiones, no reconoce cuanto aportaron científicos judíos, cristianos y musulmanes al desarrollo de la ciencia. Como si no hubieran existido y estuvieran siempre aferrados a dogmas que no les permitían evolucionar, perdidos en fantasías religiosas. Eso se le puede perdonar a alguien que no sabe historia de las religiones ni historia de la ciencia, pero quien se presenta como experto en historia medieval no puede permitirse tal brutalidad.

En Homo Deus se pregunta el autor: “¿Qué descubrieron sacerdotes, rabinos y muftíes en el siglo XX que pueda mencionarse al mismo nivel que los antibióticos, los ordenadores o el feminismo?”. No debería ignorar la incontable cantidad de científicos que provienen de comunidades religiosas desde la antigüedad, pero sin ir a buscar a cristianos como Galileo, Newton, Copérnico, Mendel, Lavoisier, Steno, Faraday, Volta, Ampere, Herz, Maxwell y Marconi, entre cientos, es en el mismo siglo XX que un sacerdote belga, Georges Lemaître no sólo fue el primero en proponer la hipótesis del Big Bang, sino que también descubrió el desvío al rojo de la luz que llega de las galaxias y la consiguiente expansión del universo (dos años antes que Edwin Hubble).

La lista sería interminable, pero no se puede durante toda una obra macrohistórica, sistemáticamente poner a las religiones como la fuente del oscurantismo y el fanatismo contrario a la ciencia, sino es por puro prejuicio positivista al estilo de Richard Dawkins, ignorando completamente la historia de la filosofía y de las religiones, peleando con el fundamentalismo evangélico como si fuera la representación de todo fenómeno religioso y como si todos los cristianos creyeran en el relato de la Creación en forma literal y negando la evidencia científica. Lo cierto es que esta teoría tiene muchos adeptos, más por prejuicio que por estudio.

¿Las religiones fuente de violencia?

La verdad histórica es que el fanatismo irracional y la intolerancia que ha perseguido a científicos e intelectuales que piensan en libertad ha existido tanto en los estados confesionales (católicos o protestantes), como en la Francia revolucionaria, el fascismo, el nazismo y el comunismo. La violencia en nombre de una verdad incuestionable no es monopolio de la religión y ha sido más devastadora en el siglo XX que en otras épocas.  El progreso tecnocientífico no ha ido de la mano necesariamente de un progreso ético. El mito del progreso moderno también se ha hecho añicos.

En cuestiones de historia de las religiones, es donde se inventa su propia novela, cargada de prejuicios antirreligiosos, mostrando o una gran ignorancia en el tema o un sesgo tan radical que no le permite matizar algunas afirmaciones que parecen tomadas del Código Da Vinci y no de un historiador que investiga con seriedad. Afirma que el monoteísmo ha tendido a ser mucho más fanático y violento que los politeístas, y aunque es ya un lugar común de opinión, no es la verdad de la historia de la diversidad de las religiones. Como tampoco que todos los politeísmos evolucionaron a religiones monoteístas. Ni siquiera son politeístas las religiones que él identifica como tales. El hinduísmo desde sus orígenes tiene diversidad de posturas metafísicas (monismo, monismo moderado y dualismo), cuyas manifestaciones religiosas, aunque parezcan politeístas son panteístas o monoteístas implícitamente. No todas las religiones han sido ni son iguales, ni creen del mismo modo, incluso hay religiones sin mitos, sin dioses y sin dogmas. Dentro del cristianismo, del judaísmo y del islam existieron y existen diversas posturas teológicas sobre infinidad de temas como para afirmar que todos piensan en el fondo del mismo modo.

Harari presenta todas sus tesis de forma dogmática, sin fundamentar demasiado, con un gran convencimiento, pero como si todo eso fuera fruto de la aplastante evidencia científica y no su postura ideológica personal.

Una postura filosófica presentada como ciencia.

Su perspectiva materialista y nihilista atraviesa toda la obra, pero no como un discurso filosófico, sino como si ese modo de pensar fuera la consecuencia obvia de atender a los hechos, como si por atender las evidencias científicas uno concluyera que tiene que creer en su visión filosófica de la realidad. Es decir, su metafísica inconfesada y presentada como ciencia es de una gran desprolijidad filosófica. Por ejemplo, escribe: “Hasta donde podemos saber, desde un punto de vista puramente científico, la vida humana no tiene en absoluto ningún sentido. Los humanos son el resultado de procesos evolutivos ciegos que operan sin objetivo ni propósito”. Esto no es una conclusión a la que la ciencia pueda llegar, es una postura filosófica atendible, que comparten muchos pensadores, pero la pregunta por el sentido de la vida no es una pregunta científica, por lo tanto, la ciencia no responde a esa cuestión. El punto de partida de que no hay sentido es tan dogmático como afirmar que sí lo hay, por eso sigue siendo un problema filosófico y no una cuestión resuelta por la biología. En todo caso puede presentarse como pregunta abierta, pero no como conclusión de la evidencia empírica.

Arremete contra el humanismo liberal y el humanismo socialista, como puras mitologías, incluyendo los fundamentos de los Derechos Humanos, para luego presentar él su propio relato como la auténtica verdad que todos hemos de creer finalmente. No se puede negar la carga metafísica de las ideologías modernas, pero tampoco la postura de Harari está libre de presupuestos metafísicos y antropológicos, no confesados abiertamente. Aunque finalmente sus conclusiones son coherentes con los supuestos de los que parte. Su razonamiento es lógico y convincente, pero su error está en presentar como evidente lo que no lo es, como hechos del pasado lo que él imagina que pudo haber sido.

El estilo de Harari no es de debate, ni busca polemizar, sino con fina ironía y elegancia trata de ingenuos e ignorantes a quienes no comparten sus puntos de partida, que por cierto no son para nada científicos.

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