La contratación del delincuente Alejandro Astesiano por parte de una empresa radicada en Miami para que espiara a los senadores frenteamplistas Charles Carrera y Mario Bergara, es la frutilla en la torta del escándalo generado por la actividad criminal del ex jefe de la custodia presidencial, que perpetraba sus fechorías desde su propio despacho en la Torre Ejecutiva.
En efecto, las revelaciones contenidas en los chats de Astesiano en poder de Fiscalía que brotan como una auténtica tormenta de estiércol a medida que van siendo conocidos, relegan a un segundo plano al núcleo original de la investigación penal, en torno a la falsificación de pasaportes para ciudadanos rusos.
En ese contexto, esos registros de audio corroboran- en forma absolutamente inequívoca- que Astesiano gozaba de privilegios especiales y poseía un poder inconmensurable, al punto de acceder a información de inteligencia de carácter reservado, a las imágenes de las videocámaras instaladas por el Ministerio del Interior y hasta al sistema Guardián de escuchas telefónicas que se emplea para el seguimiento y la investigación de organizaciones criminales.
Incluso, con la aquiescencia de altas jerarquías policiales que están siendo indagadas, usaba a sus anchas a personal uniformado con espurios fines personales.
No en vano, la fiscal Gabriela Fossati dispuso la apertura de una nueva causa para investigar estas actividades delictivas, a los efectos de determinar quién o quiénes están detrás de esta trama. Concomitantemente, la bancada del Frente Amplio presentó una denuncia ante la Fiscalía General, con el propósito que se indague a fondo sobre la presunción de espionaje a sus legisladores.
Todo parece indicar que Astesiano fue contactado y contratado por la empresa multinacional Vertical Skies, con sede en Boca Ratón, Miami, que es gestionada por ex militares uruguayos con amplia experiencia en actividades de inteligencia y trabaja en más de cincuenta países.
El trabajo encomendado, según consta en el chat número 798 del celular del ex custodio, fue que este elaborara sendas fichas personales de los senadores frenteamplistas Charles Carrera y Mario Bergara, con el propósito de presionarlos para que desistieran de su demanda contra el Estado, por la escandalosa concesión del servicio de contenedores del Puerto de Montevideo a la multinacional belga Katoen Natie por un plazo de sesenta años. También se reveló que la empresa solicitó a Astesiano información sobre algunas licitaciones estatales, no se sabe por mandato de qué persona o personas.
La revelación, que amplía los decibeles del tsunami institucional que se cierne sobre el gobierno, sugiere una pregunta concreta: ¿en nombre de quién o quiénes actuó esta empresa que contrató los servicios del mafioso Alejandro Astesiano y le pagó a cambio de esta tarea?
El episodio cobra mayor relevancia y despierta suspicacias, si tomamos en cuenta que la Fiscalía archivó la denuncia presentada por el Frente Amplio por el affaire Katoen Natie, apoyándose en un alegato vidrioso e inconsistente, que se ampara en la presunta falta de pruebas y la confidencialidad del acuerdo.
Pese a las tímidas señales de repudio que partieron desde el oficialismo, lo realmente concreto es que en este nuevo escándalo existe una mayúscula responsabilidad del gobierno y en particular del presidente Luis Lacalle Pou, por otorgarle poder, a sabiendas, a un delincuente de profusos antecedentes.
Si Astesiano era un mero “perejil” como lo afirma la inefable senadora nacionalista Graciela Bianchi, ¿quién está detrás de esta sórdida trama delictiva que enchasta la institucionalidad y lesiona la reputación del país en el exterior, al igual que el otorgamiento de un pasaporte al narco Sebastián Marset.
En tal sentido, es muy grave que la fiscal del caso no pueda acceder a las comunicaciones entre el ex custodio y el presidente de la República. Si no tienen nada que ocultar, ¿por qué se establecen desde el gobierno cortapisas a la indagatoria?
Nadie en su sano juicio desearía estar en el lugar de la fiscal Gabriela Fossati, quien no ha contado con la colaboración del Ministerio del Interior, que, en lugar de sanear las filas policiales, encubre la responsabilidad de jerarcas que están bajo sospecha.
Lo más grave es la constatación de la resurrección del espionaje como práctica encubierta al servicio de intereses seguramente subalternos, como sucedió en nuestro país en los primeros veinte años de la post-dictadura.
Al respecto, es pertinente recordar que, por más que la Fiscalía archivó la causa porque esta prescribió, la propia Justicia admitió la comisión de actos de espionaje entre 1985 y 2005, período de dos décadas que coincide con cuatro gobiernos de derecha.
Al respecto, se probó fehacientemente, que, durante ese prolongado lapso, los servicios de inteligencia del Estado realizaron tareas ilegales de espionaje, “mediante seguimientos, infiltraciones en sindicatos, organizaciones sociales, partidos políticos, y otros organismos”, según lo consignado por el fiscal Enrique Rodríguez, con, en nuestra opinión, la vista gorda de tres administraciones coloradas y una nacionalista.
Estos hechos ponen en tela de juicio las garantías constitucionales y horadan dramáticamente la calidad democrática, retrocediendo los relojes de la historia a los ominosos tiempos de la dictadura.
El gobierno tiene mucho para explicarle a la ciudadanía, que observa, realmente anonadada, la impunidad de prácticas terroristas que ya creíamos totalmente desterradas.
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