La mayoría de nuestros problemas no están en el plano politológico en su comprensión contemporánea, tan reducido a cuestiones sociológicas y pragmáticas, como si todos los problemas políticos fueran cuestiones de gestión administrativa, estrategias de comunicación, encuestas o resolución de conflictos. Muchos ya no apelan a cuestiones éticas que todos deberían respetar naturalmente, sino que ponen su esperanza en querer solucionarlo todo judicialmente, o técnicamente en manos de «expertos» o incluso de la Inteligencia Artificial.
El nodo más problemático de la política en nuestra época no son las “cuestiones técnicas”, sino los cimientos antropológicos y éticos de las sociedades democráticas, y de modo especial los Derechos Humanos, que, siendo una verdadera piedra fundamental del progreso moral de la humanidad, pueden verse sometidos a toda clase de manipulaciones y deconstrucciones relativistas o de lecturas fundamentalistas.
Individualismo y desorientación
Más que a una crisis política y de las instituciones, asistimos a una gran crisis cultural y de sentido, a una grave crisis de valores en medio de una profunda desorientación existencial a nivel individual y colectivo, pero sumergidos en una espiral de consumo y superficialidad que distrae de los asuntos más graves.
Las grandes estructuras socializadoras perdieron autoridad y el individuo vive a la intemperie, ya que la liquidación de las costumbres, la ruptura con la memoria colectiva y el olvido de las tradiciones culturales ha desarticulado y complejizado las relaciones, así como las fuentes de sentido y los valores que orientan la existencia individual y social. Proliferan cursos de coaching y asesoramiento psicológico para escuchar a los demás, para ser más empáticos, para respetar a los demás, como si las habilidades más básicas de la convivencia social estuvieran ausentes de la construcción de la persona. Al mismo tiempo el subjetivismo radical al que muchos se ven empujados a vivir, en su propia burbuja, lleva a cada vez más personas al encierro autorreferencial, a una cultura de la “selfie”, una hipertrofia del yo que no es capaz de ver al otro, salvo que sea la confirmación o espejo de uno mismo.
Los proyectos históricos y los cambios a largo plazo no movilizan, sino la novedad, la magia de la “innovación”, la novedad por la novedad misma, como si las cosas por ser nuevas fueran necesariamente buenas o mejores. El dominio de la lógica instrumental y el modelo de vida consumista va colonizando todos los ámbitos de la vida, llevando una mayor frivolidad e inestabilidad en los vínculos.
Derechos Humanos: ¿De todos?
El fundamento de los Derechos Humanos puede hoy ser secuestrado por tendencias subjetivistas, individualistas, o por imposiciones de mayorías políticas o presiones de minorías. Y es que la cultura jurídica occidental se ha cimentado en valores fundamentales, por encima de las decisiones de eventuales mayorías o de imposiciones plebiscitarias. El acuerdo logrado después de la Segunda Guerra Mundial, por intelectuales y líderes políticos de todas las culturas, desde Mahatma Gandhi, hasta Theilhard de Chardin, entendía que hay unos mínimos universales que todos los seres humanos debemos reconocer y respetar. El fundamento reconocido por todos fue la dignidad inherente de todo ser humano. Cuando esta dignidad se vio pisoteada por regímenes totalitarios cuyo pragmatismo y relativismo ético los llevó a manipular a su antojo el valor de la vida humana, las naciones que acordaron esta Declaración Universal, entendieron que los fundamentos intocables de los Derechos Humanos son pre-políticos y por lo tanto reconocibles por todos. Lo cierto es que como no se profundizó en las bases filosóficas de dicho documento, quedó expuesto a interpretaciones que relativicen sus fundamentos y que podamos retroceder en el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano debido a intereses particulares.
“Cuando el punto de referencia de alguien es uno mismo y sus preferencias, entonces los derechos humanos no pueden ser nada más que un proceso político que cambia constantemente” (Matlary, 2008, Derechos Humanos depredados, 38).
Con el actual subjetivismo imperante y los eufemismos en el lenguaje sobre los derechos humanos se ha creado mayor confusión todavía, empobreciendo el debate y dejando vacíos los conceptos. Se confunden deseos individualistas con derechos, pero no importan los derechos de los otros, solo los propios. Y los deberes que son inseparables de los derechos no parecen interesar demasiado. No se distingue ya lo público de lo privado y negando cualquier fundamento, todo se vuelve una pugna por imponer los propios gustos, valores e intereses particulares al resto de la sociedad.
Los derechos humanos que originalmente eran defensivos, para proteger a las personas del Estado, ahora se entienden como extensión del poder individual, asumiendo la forma de nuevos derechos subjetivos que corresponden a una amplia variedad de deseos individuales. Se consideran derechos sobre uno mismo, independientes de toda idea de bien o de justicia exterior al individuo y reducen la dignidad humana a la voluntad de autodeterminación. Lo que vale ya no es tanto la vida sino la libertad de decidir por encima de todo, aunque sea en contra de la vida y de la dignidad de las personas, con mayor impacto en los más vulnerables.
“La libertad individual sin un contenido, que aparece como el más alto fin, se anula a sí misma, pues sólo puede subsistir en un orden de libertades. Necesita una medida, sin la que se convierte en violencia contra los demás. No sin razón los que persiguen un dominio totalitario provocan una libertad individual desordenada y un estado de lucha de todos contra todos, para poder presentarse después con su orden como los verdaderos salvadores de la humanidad. La libertad necesita, pues un contenido. Lo podemos definir como el aseguramiento de los derechos humanos”. (Ratzinger, Verdad, valores y poder).
Dignidad humana: ¿subjetiva?
El fundamento de los Derechos Humanos es el reconocimiento de la dignidad del ser humano, dignidad que no se pierde, que no depende de las condiciones de vida ni de las opciones de la persona, porque esta dignidad es inherente al ser humano por ser persona. Así está explicitado en el primer párrafo del Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana».
El concepto de “dignidad” suele usarse como sustantivo, solo relativo al ser humano, como dignidad ontológica, como dignidad o valor propio del ser humano. Aunque también se lo usa como adjetivo cuando quiere referirse a cosas o situaciones conformes a la dignidad humana, pero no porque esas realidades tengan su propia dignidad. Si alguien entiende que tiene una vivienda digna, no es porque su casa tenga dignidad, sino porque es acorde la dignidad propia del ser humano. Por eso que algo sea “digno” también puede entenderse en un sentido valorativo, como algo que es o no “digno” de la persona. Pero la dignidad es siempre de la persona. Si bien el concepto del valor incambiable del ser humano, de su dignidad podría rastrearse hasta sus bases teológicas en la fe judeocristiana (Gn 1,26), del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, o a la concepción de la antigua Grecia con Platón y Aristóteles, donde el ser humano se eleva por encima de las otras realidades por su alma racional, la versión moderna de este concepto es rigurosamente explicada por Kant en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres. El sentido original del concepto refiere a aquello que tiene un valor absoluto, como fin en sí mismo, de algo que es estimado en sí mismo, no como derivado de otro, y así lo expresa Kant: “Los seres racionales se llaman personas, porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, o sea, como algo que no puede ser usado meramente como medio y por lo tanto, limita en este sentido, todo capricho (y es objeto de respeto)”. La dignidad no es en sí misma un derecho, sino que es un concepto prejurídico, porque es la fuente y fundamento de todos los derechos.
El problema es cuando desde una perspectiva subjetivista se empieza a afirmar que cada uno decide si su vida es digna o no, si tiene valor o no. Porque si el valor de la vida depende de lo que cada uno considere de sí mismo, la sociedad debería acompañar cualquier autodesprecio que tenga un ser humano ante sí mismo y aceptar como válida cualquier forma de humillación o destrato si la persona en cuestión lo acepta. Hoy puede parecernos absurdo, que, si alguien quiere ser esclavizado o explotado económicamente, o quiere vender sus órganos, debamos aceptarlo como “su decisión”. Pero no estamos lejos de dinamitar el fundamento de los derechos humanos cuando comenzamos a aceptar que la dignidad humana es distinta en cada uno según lo que él mismo considere sobre sí mismo y los demás no tengamos ningún deber de reconocimiento de su valor intrínseco como persona.
La crisis de fundamentos
La ausencia de un fundamento donde apoyar la vida en común, es el drama de occidente anunciado por Nietzsche hace ya más de un siglo: «El hombre moderno cree experimentalmente a veces en este, a veces en aquel valor, para abandonarlo después; el círculo de los valores superados y abandonados es siempre muy vasto; constantemente se advierte más el vacío y la pobreza de valores; el movimiento es incontenible —si bien se ha intentado frenarlo con gran estilo—. Finalmente, el hombre se atreve a una crítica de los valores en general; reconoce el origen; conoce demasiado para no creer más en ningún valor; he aquí el pathos, el nuevo escalofrío… Esta que les cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describo lo que sucederá, lo que no podrá acontecer de manera diferente: el advenimiento del nihilismo» (F. Nietzsche, Fragmentos póstumos, 1885-1889).
¿No sucederá también que la política reducida en su horizonte y desfundamentada se encuentra necesitada de nuevas raíces, de un fundamento que le dé sentido y credibilidad? ¿A dónde va la política entregada al relativismo y al pragmatismo? ¿No es esta falta de suelo antropológico y ético común una herida abierta para el surgimiento de nuevas formas de fundamentalismos y populismos de toda clase? ¿No estamos renunciando silenciosamente a los mínimos fundamentos del edificio en el que se sostienen nuestras sociedades democráticas?
No es posible adivinar el futuro, porque está en gran parte en manos de nuestras decisiones, pero también de factores impredecibles que no controlamos y con los que tenemos que aprender a convivir. Lo que sí podemos hacer, es pensarnos con mayor profundidad a nosotros mismos, no perder la memoria histórica, repensar críticamente nuestro presente y decidir cómo queremos vivir y que futuro queremos construir para los que vendrán.
*Algunas de estas reflexiones las desarrollé anteriormente en una publicación más extensa sobre siete desafíos a la política: La era de la responsabilidad (Konrad Adenauer Stiftung, Montevideo, 2021.
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