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La verdadera seguridad Por Hoenir Sarthou

La  verdadera seguridad Por Hoenir Sarthou
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Olvídense de las estadísticas sobre el número de delitos, estadísticas más o menos maquilladas, que agitan todos los gobiernos y los opositores en tiempo electoral.
El hecho es fuerte como una pedrada en los dientes. Hablo de la cantidad de niños heridos o muertos por disparos de armas de fuego en los últimos tiempos.
No es un hecho nuevo. El número de casos viene creciendo desde hace tiempo, pero sobre todo preocupa un cambio sistemático en la edad de los niños y en la forma y lugar en que se producen los hechos.
Según explicó en entrevista reciente el Jefe de Emergencia Pediátrica del Hospital Pereira Rossell, Dr. Javier Prego, hace 25 años, se recibía en el Hospital a un niño herido de bala por mes o cada dos meses. Según el especialista, ese número ha ido creciendo en forma constante desde entonces, al punto que hoy ingresa un promedio de dos niños heridos de bala por mes. Pero lo más inquietante es el cambio en el origen de las heridas.
Según el Dr. Prego, hace 25 años las víctimas eran, en general, niños más grandes que encontraban armas en sus casas y se herían al intentar manipularlas.
Hoy eso ha cambiado. La mayoría de los casos se producen en la calle y son intencionales. Los niños se ven envueltos en balaceras que involucran a miembros de su familia y reciben heridas por disparos hechos con intención de herir o matar. A veces son alcanzados deliberadamente, por venganza contra sus mayores, o porque al sicario no le importa a quién más hiera con tal de alcanzar su blanco. En otros casos, simplemente están en, o pasan por, el peor lugar en el peor momento, y reciben balas perdidas. Como sea, la constante es que se vive una seria despreocupación, de quienes usan armas de fuego, por mantener a salvo a los niños. Cosa que es inaceptable desde todo punto de vista para quien mantenga un gramo de cordura.
Sobra decir que esta situación es resultado del crecimiento del negocio de narcotráfico en la mayor parte de los barrios de Montevideo y de muchas ciudades del Interior.
Ante esta noticia, uno puede adoptar actitud de sorpresa y reaccionar como si el narcotráfico fuera un flagelo inesperado que cae del cielo.
Eso es una mentira flagrante. Lo es a gran escala y lo es también a pequeña escala.
A gran escala, es mentira porque hasta un ciego se daba cuenta, desde hace más de treinta años (vengo sosteniendo y escribiendo esto desde esa época), que las políticas de prohibición y represión de la venta sustancias (de cualquier clase de sustancias) sólo pueden generar mercado negro. Mercado que, por el valor que alcanzan las sustancias prohibidas, tiende a ser creciente, organizado y mafioso. Además, como la prohibición hace que los conflictos no puedan dirimirse en ningún tribunal, el negocio se autorregula por medio de la violencia, una violencia armada, poderosa, irracional y cada vez más cruel. Estaban los ejemplos de Colombia y de México para saberlo. Por si no fuera suficiente con los EEUU de la ley seca, o incluso los EEUU del narcotráfico actual.
Al adoptar las políticas prohibicionistas, exigidas o impuestas por los Estados ricos y por los organismos multilaterales, olvidamos el extraordinario éxito histórico obtenido por Uruguay en la regulación del juego, el alcohol y la prostitución. Mientras que en el mundo esas actividades daban lugar a poderosas mafias, en el Uruguay fueron consideradas “vicios sociales”, que debían tolerarse, regularse y controlarse por el Estado. ANCAP, la Dirección de Loterías y Quinielas, los casinos municipales y los del Estado, y las normativas sobre ejercicio de la prostitución fueron los instrumentos de esas políticas. Y en Uruguay no hubo mafias importantes del alcohol, ni del juego, ni de la prostitución. Porque la mafia no es producto de los vicios, sino de la prohibición de los vicios. Un concepto que parece difícil de asumir para mucha gente.
Asumamos que Uruguay no tuvo los testículos o los ovarios políticos para enfrentar las políticas prohibicionistas exhibiendo los logros históricos de sus políticas de tolerancia. De todos modos quedaba la lucha chica, más concreta, la de ir generando en la población los anticuerpos para defenderse de los avances de organización mafiosa que serían inevitables.
Y esa es la mentira a pequeña escala. Porque, ¿cómo se inmuniza una población contra los avances y las tentaciones de una organización mafiosa?
Sencillo: con dos palabras mágicas: educación y trabajo.
¿Se apostó a eso?
No, para nada. En los casi 40 años de que llevamos de democracia, todos los gobiernos hicieron suya la mentira de que la pobreza es sinónimo de falta de dinero y de acceso a bienes materiales. Se olvidaron de que la verdadera pobreza es ante todo marginalidad cultural. ¿Y qué hicieron? Políticas asistencialistas. Ayudas focalizadas, Mides, tarjetas para pobres, viviendas donadas, asignaciones familiares desligadas de la escolaridad, empleos temporales para barrer calles y plazas. Mecanismos que consolidan la marginalidad y, claro, generan clientelismo político.
Mientras tanto, convivimos durante 40 años de vida democrática con una deserción consentida del sistema de enseñanza, que hace que más de la mitad de la población no termine la enseñanza secundaria, que es legalmente obligatoria y es exigida para cualquier empleo, incluso muchos de los menos calificados.
¿De qué nos sorprendemos? ¿Qué esperábamos? ¿Cómo asombrarnos de que hoy barrios enteros de las principales ciudades del País estén controlados por bandas de narcotraficantes que reclutan a los jóvenes, intimidan a quienes se les resisten, ocupan o incendian casas y resuelven sus conflictos a balazos, o con ejecuciones que incluyen acribillamiento, torturas, calcinación y asesinato de familiares, incluidos niños.
¿Cómo asombrarnos, incluso, de que el modelo exitoso a seguir, para muchos gurises, sea el del “narco” del barrio, que tiene auto, pilchas, mujeres y “respeto”?
La gran pregunta es cómo levantar un modelo de vida no delictivo que sea deseable y tentador para toda la masa de gurises sin educación ni perspectivas de trabajo.
La cosa no es fácil, porque desperdiciamos 40 años viendo venir esto con los ojos abiertos y las manos en los bolsillos.
Y es más difícil aun porque, tecnología mediante, el mercado de trabajo, sobre todo el menos calificado, se achica sin remedio.
Queda un solo camino: la educación. Pero, en este punto, no podemos pensar en la mera asistencia de los chiquilines a clase. Si el sistema de enseñanza no es capaz de proporcionar medios de vida legítimos, de crear ámbitos comunitarios y de inculcar a cada niño los saberes básicos para participar responsablemente como miembro de esos ámbitos (que en eso consiste la educación ciudadana), la batalla está perdida.
No importa cuántos polícías o soldados se contraten, ni cuántas gárgaras hagan los políticos con las “políticas de seguridad”.
Es en la cabeza de la gente, en especial de las generaciones jóvenes, donde nacen las verdaderas políticas de seguridad. Las que rechazan el delito, no las de quienes ganan plata encarcelando a algún que otro delincuente chico.
Esa enseñanza, claro, no podemos esperarla de transformaciones educativas financiadas por el Banco Mundial ni por el BID. Debemos pensarla nosotros, a nuestra medida y según nuestras necesidades. Como en una época se encararon el juego, el alcohol y la prostitución.
El resto es hipocresía.

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