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La violencia subyacente de una sociedad perturbada Por Carlos Acevedo

La violencia subyacente de una sociedad perturbada  Por Carlos Acevedo
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Las sociedades del llamado “Primer Mundo”, altamente industrializadas, con un importante desarrollo tecnológico y un gran nivel de vida, suelen ser idealizadas y tomadas como modelo a seguir. Sin embargo, y más allá de fríos indicadores económicos, en muchos casos esa aparente perfección esconde profundas patologías sociales, como, por ejemplo, en la sociedad japonesa. “La inocencia”, filme nipón que puede actualmente apreciarse en las carteleras uruguayas, nos plantea esa dicotomía entre la aparente perfección y un colectivo atravesado por la indiferencia.
El verdadero título de la película, “Monstruo”, si analizamos la etimología de la palabra, está compuesto por dos “kanji”, que son caracteres que expresan conceptos. La traducción más aproximada de los mismos sería “ser o criatura extraña”, es decir algo ajeno, venido de fuera. Conociendo la historia de Japón desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, quizá ese concepto sea fundamental para comprender el desarrollo de dicho país y su actual mentalidad.
Luego de la rendición que siguió al holocausto nuclear desatado por Estados Unidos con los ataques a Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, el país asiático fue ocupado por su vencedor, lo cual trajo aparejada una ruptura y un profundo cambio, no solamente político sino también cultural.
Los tradicionales valores de pureza, armonía, respeto familiar y solidaridad grupal, que se enraizaban en la religión sintoísta, fueron reemplazados por la más salvaje lógica capitalista, que propugna el esfuerzo individual y la acumulación de bienes y dinero como si fuera una religión.
Esta sociedad culturalmente amputada, militar y socialmente humillada de post guerra, que debió ceder ante los valores del invasor, se fue occidentalizando, perdiendo parte de sus tradiciones culturales y filosóficas más antiguas.
Tomando a Estados Unidos como modelo, Japón ensayó un salto tecnológico y económico y en pocas décadas se transformó en una potencia a nivel mundial. Pero también en una sociedad más pobre espiritualmente, con una aguda violencia interpersonal, en la cual la obsesión por el éxito económico y profesional viene acompañada de un enorme vacío existencial.
Es en este marco en el que es posible decodificar una película como “La inocencia”, de Hirokazu Kore’eda. La obra narra la historia de Saori Mugino, una madre viuda que cría sin ayuda a su hijo de quinto grado, Minato.
El niño, comienza a exhibir comportamientos extraños, como cortarse el cabello y volver a casa con un solo zapato. Una noche, Minato no regresa a su hogar y, después de llamarlo, Saori lo encuentra en un túnel de tren abandonado. El muchacho alega que un maestro de la escuela a la que asiste ha abusado físicamente de él, pero cuando la madre acude al centro educativo, se encuentra con que su hijo es acusado de mal comportamiento y de intimidar a un compañero de clase.
Lo que a primera vista parece una clara situación de abuso de poder por parte de un docente sobre un alumno, amparado por la indiferencia de la directora y el resto del personal del colegio, se modifica cuando la historia se narra a través de la mirada del maestro, de la rectora y de los propios niños implicados. Todos los personajes tienen puntos de vista diferentes sobre el mismo suceso, y cada uno esconde dolores, pérdidas y culpas que los inducen a ejercer violencia, en mayor o menor medida, sobre otro o sobre sí mismos. El relato avanza y retrocede. Incluso, es contado una y otra vez desde distintos ángulos y mediante múltiples voces narrativas, y mientras se arma como un complejo rompecabezas de piezas desiguales, cada protagonista va desnudando sus traumas, y los traumas de una sociedad fragmentada que se oculta tras una fachada de falsa prosperidad y perfección.
Quizá el verdadero monstruo al cual alude el título original sea esa insatisfacción social que se traduce en incomprensión, abandono, discriminación y soledad. Es la cara deforme de una sociedad que se mimetizó con su enemigo, y que esconde sus carencias tras un exacerbado triunfalismo y una exagerada acumulación de bienes.
Los niños, ambos fruto de familias mutiladas, uno huérfano de padre y el otro proveniente de un hogar en el cual la madre está ausente, representan diversos rasgos de un mismo fenómeno social. También el solitario maestro que acude a prostitutas para obtener el sexo que su pareja no le da, la madre viuda que se percibe incapaz de criar a su hijo, la directora del colegio que se siente culpable por la muerte de su nieto, y el resto de los alumnos y profesores que se discriminan mutuamente, mostrando los agujeros de un apolillado tejido social.

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