Es cada vez más frecuente en discusiones sobre temas éticos -y especialmente si son de debate público como el aborto o la eutanasia u otras cuestiones bioéticas- que se simplifique la discusión a estar “a favor” o “en contra”, y seguro que, si es en contra, se piensa generalmente que es por “motivos religiosos” o por una “visión religiosa” del asunto. Es cierto que muchas personas por razón de la visión antropológica y ética de la fe que profesan, optarán por determinadas posturas ante estos temas, pero no necesariamente siempre estarán de un lado, ni eso significa que sus argumentos sean siempre de fundamento religioso (teológico). Es conocido que iglesias cristianas debaten sobre estos temas y hay teólogos con posturas opuestas entre sí, justamente por filosofías distintas, aunque compartan la misma fe. La diferencia estriba en lo filosófico y en diferentes enfoques éticos y antropológicos, no en motivos “religiosos” como suele pensarse.
Este es un tema que le cuesta comprender tanto a creyentes como a ateos, porque no distinguen lo que es una cuestión estrictamente filosófica de una teológica.
Lo que debería ser obvio, no lo es tanto
Hay creyentes de diversas religiones, agnósticos y ateos que comparten entre sí la misma visión del mundo, valores éticos y argumentos favorables o contrarios a determinadas acciones sobre la vida humana, basados en la razón y en una concepción común sobre la dignidad humana. Porque en general sobre cuestiones de bioética no hay argumentos teológicos de fondo, sino éticas distintas, apoyadas en visiones antropológicas y metafísicas diversas, que luego también impregnan las diversas teologías, lo cual se manifiesta en que dentro de las mismas iglesias haya también debate y pluralidad de posturas éticas.
Desde la antigüedad el cristianismo asimiló la filosofía griega: sus filósofos y teólogos entendieron siempre que se podía llegar con la luz de la razón a verdades creídas por la fe. De allí que muchos de los valores del humanismo, en todas sus versiones, compartan una misma visión antropológica y valores en común que han construido la modernidad y que son los mismos valores fundamentales de la tradición judeocristiana y que están en la base de los Derechos Humanos (igual dignidad, libertad, etc.). Por ello se pudieron poner de acuerdo líderes mundiales de diversas culturas, ideologías y religiones, sobre la común dignidad de los seres humanos como fundamento de los Derechos Humanos.
Las personas religiosas pueden, además de las razones laicas compartibles por ateos, sostener razones teológicas para apoyar sus argumentos, pero que solo valen para quienes comparten la misma fe. De hecho, en los temas de moral no existen dogmas religiosos, sino perspectivas filosóficas y éticas que se defienden en razón de la coherencia de los valores del sistema de creencias.
Aunque se tengan argumentos teológicos, el argumento central y más reiterado en el catecismo católico sobre temas de bioética (aborto, eutanasia, experimentación con embriones, clonación, etc.) no es religioso, no son dogmas, sino el mismo que presenta la Declaración Universal de Derechos Humanos: la defensa de la dignidad inviolable de todo ser humano. Ninguna vida es menos valiosa que otra, ninguna es descartable. Uno podrá estar de acuerdo con el fundamento de los Derechos Humanos o no, pero no es válido inventar que es una postura con motivos religiosos.
Una forma irracional y falaz de huir del debate
Por ello es una falacia y una forma de discriminación adjudicarle “motivos religiosos” a alguien que, siendo creyente, presenta argumentos apoyados en la sola razón y no en la fe. No responder al argumento o no recibirlo porque la persona es creyente es, además de irracional, discriminatorio. Si el argumento se basa en la evidencia, en razones y en una perspectiva que prescinde de la fe para explicar determinados asuntos, no hay motivo para llamarle “religioso”. En general, cuando alguien argumenta desde la razón y del otro lado no hay muchos argumentos, se usa la falacia ad hominem (“ataque al hombre”) para descartar el argumento del otro solo por quien el otro es, y no por el argumento que ofrece. Esta falacia socava el nivel de la discusión desviándola hacia características del locutor, que nada tienen que ver con las ideas o los argumentos.
No hay que confundir la ética con la fe
La fe religiosa refiere a una relación de confianza sin evidencia, al mismo tiempo que a un contenido sobre cuestiones relativas a la naturaleza divina o a una vida más allá de la muerte. Las posturas éticas, aunque puedan tener una relación de fundamento con la concepción de lo divino y del ser humano que se tenga, no son en el cristianismo dogmas, como pueden ser la trinidad o la resurrección. Los valores cristianos pueden ser compartidos -y de hecho lo son- por personas de otras religiones, por ateos y por agnósticos. Gran parte de las éticas laicas están construidas sobre estos valores.
El espacio de diálogo entre creyentes y ateos (o agnósticos) ha sido siempre en general el de la filosofía, la ética, el derecho, las ciencias y todos los saberes que no tengan una dependencia con fundamentos teológicos. Ejemplo de ello es el conocido intercambio epistolar entre Umberto Eco y el Cardenal Carlo María Martini en la década del 90 (“En qué creen los que no creen”).
Alguien puede compartir los mismos valores, sin necesidad de compartir la fe. De hecho, hay quienes comparten la misma fe y no los mismos valores, lo cual hace mucho más compleja la identificación entre determinadas creencias religiosas y posturas ante una amplia diversidad de debates. Prueba irrefutable de esto es que existen cristianos en todos los partidos políticos, viviendo la misma fe en marcos ideológicos distintos y en opciones políticas incompatibles entre sí.
Por eso, en un debate público en el marco de una sana laicidad, todos deben tener derecho a presentar sus argumentos en igualdad de condiciones, y a ser escuchados del mismo modo, sin importar de donde vengan o en que crean (o no crean), sino a partir de la racionalidad de sus argumentos, de su conocimiento y experiencia en determinados temas, así como de su honestidad intelectual.
Lo que debemos exigirnos quienes entramos en el debate público es presentar nuestras ideas basadas en la razón, en un lenguaje común y, al mismo tiempo, hacer el esfuerzo por escuchar con mente abierta los argumentos racionales que presentan los demás, sin rechazarlos a priori en función de nuestros propios prejuicios.
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