Los comerciantes de vinos franceses dicen que existe niebla sobre el Canal de la Mancha por las idas y vueltas británicas en los planes sobre el divorcio con la Unión Europea (UE). En ambas riberas miran hacia el cielo, se escuchan ruegos y admoniciones junto a señales de santiguados que invocan el más allá para que el Brexit no los castigue, terrenalmente, en el más acá. Las cifras, en parte, excusan esa credibilidad: se dice que 850 mil trabajadores de Europa occidental se quedarían sin trabajo -10% ligados a la vitivinicultura- mientras 150 mil pasivos británicos que viven en el área continental no saben si cobrarán sus haberes; hay quienes afirman que las estimaciones esconden números menores.
Es cierto que como muchos divorcios el británico con la UE conlleva más dudas sobre el porvenir que certidumbres, aun cuando los isleños -durante el matrimonio-, precavidos, se protegieron (capitulaciones): se mantuvieron separados de los acuerdos de Schengen y no se incorporaron a la zona euro. Es cierto, también, que la asociación los condujo a mayores importaciones del continente, pero les sumó más beneficios económicos que -con seguridad- no tendrían con la salida concertada o con una ruptura desavenida, abrupta.
Hasta el momento, lo evidente es que Theresa May, la premier, perdió la hegemonía de su partido y la extrema derecha eurófoba le resta sus votos en los Comunes; el Parlamento no la sanciona, pero tampoco la deja aplicar su plan de salida y ella afirma que Gran Bretaña se disociará de la UE el 29 de marzo, aunque el negociador en Bruselas, Olly Robbins, especula con pedir un aplazamiento a dicha fecha (Art. 50, Tratado de Lisboa). Sobre esto último, como pensamos y escribimos en noviembre pasado, la “solicitud debiera ser tratada y validada por unanimidad de los 27, que seguramente no aceptarían una prórroga de más de mes y medio dado que a mediados de mayo de 2019 están programados comicios europeos y la ciudadanía no entendería que en ellos intervinieran los británicos”.
Robbins afirmó a voz en cuello, entre copas -en el bar del hotel en que se hospeda en Bruselas- que la primera ministra aceptará las condiciones de la UE y con base en ellas hará el dibujo táctico que desplegará en marzo para hacer que su plan de salida sea aprobado por los parlamentarios, amenazando con que si hubiera una negativa se produciría el rompimiento sin acuerdo, lo que la mayoría de los representantes rechaza.
En parte el traspié de May se relaciona con un contencioso en el que la UE respalda a su integrante, la República de Irlanda, y reclama que sea protegida para que después del Brexit no se implanten controles fronterizos y fiscalidades entre su asociado y la provincia británica de Irlanda del Norte, colonizada por los ingleses en 1607. Ese seguro es lo que objetan los euroescépticos conservadores para restarle votos a los proyectos de su primera ministra: entienden que toda cuestión relativa a aplicar criterios o normas de la UE en los intercambios y fronteras comunes con ella significaría un dominio ulterior al divorcio, una imposición de los 27 sobre su reino.
Más allá de estos intentos de los analistas bosquejando escenarios de simulación de desarrollo procurando adelantar el posible curso que habrán de tomar los hechos, la intención de que la separación tenga una fecha a partir de la cual no exista la posibilidad del retorno, si ésta fuera la del 29 de marzo, nos recuerda que para ese momento sólo restan cinco semanas y media. No parece ser buena época para intentar encontrar la vía aceptable por todas las partes que demuestran intereses y recelos de distinto tenor. Con una visión con algo de indulgente y tolerante, en un esquema con esbozos de resignación, debe suponerse que el Brexit -como otros tantos divorcios– se quedará un largo tiempo entre nosotros dado que el Reino Unido y la UE no desean el rompimiento y hablan de acordar -eludiendo lo electoral- continuar los debates en 2020. “Será como vivir -según dicen ahora- ‘prolongando la incertidumbre’, conteniendo las intenciones independentistas de escoceses e irlandeses para que los ingleses no perezcan.”
Al llegar hasta aquí es necesario que señalemos algo acerca de quienes se favorecen con la separación, teniendo como personaje emblemático de los beneficios a Donald Trump, al que el canciller brasileño Ernesto Araújo considera “el redentor de los valores occidentales”. Para Trump significaría un primer triunfo para disgregar el bloque europeo si inicia “separando” al Reino Unido: luego seguirían otros. Debe tenerse en cuenta que para este tiempo la UE no pasa por su mejor momento político si observamos que acontecerá el relevo -algo inevitable- de “la jefa” Angela Merkel, lo cual no repercutirá únicamente en Alemania sino en el conjunto del occidente europeo; la situación de los países endeudados, como Grecia y su misterioso e incierto futuro; la inhabilidad e ignorancia de Emmanuel Macron y un Mediterráneo donde Italia y España no se sabe qué rumbo tomarán. Parece que así el estadunidense compensa en parte la creciente repulsa de tamaño planetario que con sus acciones se ha ganado, conquistando enemistades en los cuatro puntos cardinales, donde muchos lo consideran enemigo. Su escasa inteligencia subsumida por el ego no le permite ver que dirige un imperio en decadencia, poderoso solo en lo militar; que estamos en otro momento, viviendo una época distinta, bajo nuevas coordenadas y que el presente no es -ni será- continuidad de “el siglo americano”.
La UE sostenía que en agosto de 2018 tenía una desocupación de 7 por ciento, sufriría grandemente con un rompimiento concertado o duro, desordenado, mientras los británicos, en todos los casos, perderán inicialmente 100 mil empleos, contando que cerraron empresas que se mudaron al continente. Esa compensación a los 27 no les cubre las pérdidas que resentirán los trabajadores por el acuerdo o acción separatoria. Los asalariados serán los primeros en sufrir las consecuencias: es el capitalismo.
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