Home Indisciplina Partidaria Otra verdad, otra memoria y otra justicia Por Hoenir Sarthou

Otra verdad, otra memoria y otra justicia Por Hoenir Sarthou

Otra verdad, otra memoria y otra justicia Por Hoenir Sarthou
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Esto que les voy a contar, y que recordé ayer hablando con Fernando Barboza, pasó hace más de veinte años. Poco después de que Jorge Batlle decidiera asumir el mal “estado del alma”, ese entripado que el Uruguay tenía por los desaparecidos y por todo lo ocurrido durante la dictadura.
Había fallecido una de mis tías abuelas. En el velatorio, noté que una prima de mi padre me buscaba con la mirada. La saludé con la cabeza. Pocos segundos después apareció a mi lado. La recibí con cortesía, esa cortesía un poco tensa que usamos con los parientes a los que vemos poco, en casamientos y velorios. Pero ella no estaba siendo cortés. Quería decirme algo.
-Tengo que pedirte disculpas –dijo en tono serio.
No la había visto en cinco o seis años, así que me puse a pensar en qué diablos podría haberme hecho que mereciera disculpas. No recordé nada. Pero ella siguió:
– Vos sabés que nosotros no creíamos que aquí hubiese habido torturas y desaparecidos, ¿no?
Conocía a su familia directa. Así que supe a qué se refería. La miré atónito, sin saber qué decir. Ella insistió:
-Creíamos que ustedes, tu padre, vos, Lumen, Washington (mis tíos), estaban un poco locos. Pero tenían razón. Nunca creímos que fuera posible. Es horrible. Así que te debo una disculpa.
Salí del paso como pude. Dije que la prensa lo había ocultado y otra serie de lugares comunes. Estaba muy sorprendido. Los hechos a los que ella se refería habían ocurrido casi treinta años antes. Décadas enteras de denuncias de torturas, de asesinatos, de secuestro de niños, de desapariciones. Pero mi tía segunda y su familia recién se enteraron cuando un presidente decidió que la verdad no podía ser negada por siempre y que no había otro camino que asumirla. Entonces la prensa habló. Y ella se enteró, o se dio por enterada.
Asumo que el caso de mi pariente no fue único. Mucha gente pasó largo tiempo sin saber si creer o no creer. Quizá dudando en su interior. Pero guardando silencio, por las dudas. No fue un día, ni dos, ni tres. Fueron casi veinte años. El tiempo que les llevó, a quienes tuvieron la suerte de no sufrirlo de cerca, poder reconocer que había en el Uruguay gente que, desde posiciones oficiales, había matado, torturado, secuestrado y violado, y que seguía libre e impune.
Lo que me interesa no son esos crímenes ni el reconocimiento posterior. Me interesan esos quince o veinte años de silencio. Ese limbo en que la verdad estaba y no estaba. O estaba, pero no quedaba bien decirla, porque no era de buen gusto tener “los ojos en la nuca”.
El paralelismo con el hoy es alucinante.
Desde que terminó la pandemia hemos tenido en Uruguay entre un 20 y un 40% más de muertes de lo habitual en los años anteriores. Un exceso de más de 15.000 fallecimientos sin explicación. Tampoco sabemos con exactitud cómo y por qué falleció tanta gente durante la pandemia en sanatorios y hospitales. Aunque ninguna autoridad lo reconozca, sabemos que el uso de respiradores fue un disparate mortal. Que, aisladas, asustadas, sin atención correcta ni apoyo familiar, muchas personas fallecieron en condiciones inaceptables. Y desde luego, aunque tampoco se diga, el único factor nuevo posterior a la pandemia fueron las vacunas covid. El hecho de que nada se investigue al respecto es muy elocuente.
Todas estas cosas son sabidas. La gente dejó de vacunarse. El último lote, de los que al parecer estamos obligados a comprarle a Pfizer según el contrato, le quedó de clavo al MSP, porque no hay confianza en el producto, porque el Uruguay es chico y todo el mundo, mal o bien, sabe de un pariente o un vecino que se enfermó o se murió al poco tiempo de vacunarse.
Sin embargo, no se habla abiertamente del asunto. Aunque en el mundo –donde los efectos fueron similares- son cada vez más escandalosas las revelaciones sobre la forma caprichosa y anticientífica en que se diseñaron las políticas covid (distancia social, mascarillas, respiradores, vacunas) y empiezan a proliferar denuncias y demandas contra los laboratorios y contra los ideólogos del Covid, como Anthony Fauci.
Casi cincuenta años median entre los golpes de Estado militares de América del Sur y la pandemia y sus vacunas. Pero hay varias cosas que emparentan fuertemente a los dos fenómenos.
Por un lado, el origen. Un personaje tristemente célebre, como Henry Kissinger, tuvo el dudoso honor de estar envuelto en los dos. Siempre al servicio de la familia Rockefeller, instrumentó los golpes de Estado en los años 70´, como Secretario de Estado de los EEUU, y participó en el plan pandémico de 2020 como miembro eterno del Foro Económico Mundial. Los mismos apellidos, las mismas fundaciones, Rockefeller, Morgan, etc.
También los emparentan sus efectos. Los golpes de Estado de los 70´ sirvieron para que, bajo miedo, censura y represión, una generación de economistas neoliberales, formados en la Escuela de Chicago (financiada por Rockefeller), tomara los ministerios de economía de los países Sudamericanos. La pandemia sirvió para que, bajo endeudamiento, censura, miedo y distracción, los capitales transnacionales se metieran en el corazón de los recursos naturales de buena parte del mundo, Uruguay incluido.
Por último, los emparenta su final. Tanto las dictaduras como la pandemia terminaron con un silencio espeso, cargado, un silencio de cosa no dicha, de vergüenza y de miedo.
Veinte años de democracia se necesitaron para que en Uruguay se hablara públicamente de torturas, de asesinatos, de secuestros y de violaciones cometidos en dictadura.
¿Cuánto nos tomará poder decir a voz en cuello, en TV, radio y diarios, que durante la pandemia se mató y se dejó morir a la gente, que se mintió descaradamente, que hubo corrupción médica y política, que se restringieron libertades, se practicó censura y se impuso la vacunación por medio de la amenaza y del chantaje?
Este mes se cumplirán cincuenta y un años del golpe de Estado que implantó la dictadura militar en nuestro país. Cada vez que oigo hablar de “verdad, memoria y justicia” respecto a ese pasado, me pregunto cuándo habrá verdad, memoria y justicia para los miles de víctimas de la pandemia y de las vacunas. No sólo para las víctimas mortales, que son muchas, sino sobre todo para los débiles, para los viejos, los niños y los enfermos, que fueron los más duramente castigados durante esos años de horror “sanitario”.
Quiero creer que en el rechazo que tuvo en estos días el intento de tratado internacional de pandemias, negociado en la OMS (rechazo en que Uruguay no tuvo el honor de participar), pesó, además de los intereses de las farmacéuticas y de los Estados, el sentido común de la población del mundo.
Porque, también en este asunto, la impunidad deberá ser demolida a golpes de verdad y de memoria. Y, entre tanto, no es bueno darles cheques en blanco a los impunes.

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