Cada quien tiene su lista. Es el mayor dolor que la pandemia nos ha creado: una lista de familiares y amigos que no alcanzaron a librarse de estos tiempos. Tal vez nunca se descubra el origen de la pandemia y se reduzca ese posible origen a un conjunto de hipótesis. Sí queda claro el impacto que el COVID-19 ha tenido, sigue teniendo, tendrá. Un impacto globlal. Ningún país, ninguna ciudad, ninguna aldea está immune. Un impacto, también, de guerra. La pandemia tiene consecuencias mortales equivalentes o mayores a los más grandes enfrentamientos militares. Tal vez la pregunta resulte obvia: ¿estamos entonces en una Tercera Guerra Mundial con las características singulares de un conflicto bélico del siglo XXI? Y si fuera así, ¿qué podría significar este conflicto en la estructura de poder internacional?
Si miramos hacia un siglo atrás, la historia afirma que era Gran Bretaña el país considerado como centro del capitalismo internacional. Sociedades como las nuestras entablaban relaciones comerciales con este imperio en condiciones de naciones ubicadas en el cinturón de la periferia. Si miramos hacia atrás, antes de la Primera Guerra EE. UU. empieza a erigirse como el nuevo imperio. La Primera Guerra reafirma un proceso sobre el desplazamiento de poder en las relaciones internacionales que se venía desarrollando. Confirmó el inicio de una nueva etapa en la historia. Como respuesta a ese poder muchas sociedades empiezan a tener relaciones comerciales con Estados Unidos y Estados Unidos comienza a controlar con mayor intensidad nuestros territorios.
Un caso equivalente sucede con la Segunda Guerra Mundial. Previo al inicio del conflicto bélico el mundo empezaba a caracterizarse por una estructura bi-polar entre un modelo político-económico liderado por EE. UU., y otro, el comunismo, liderado por la URSS. Después de esta guerra se reafirma ese conflicto entre el mundo capitalista y uno comunista que se expresa en la disputa por el control del planeta como en la conquista del espacio. En todo caso, la Segunda Guerra ratifica, firma y sella, un proceso histórico que se venía gestando.
En las últimas décadas se empieza a generar una estructura en la cual participan más de dos actores. Es curioso que en las discusiones diplomáticas sobre la supuesta “legimitidad” de la invasión a Irak, China, quien en esos años no tenía un evidente rol internacional, se mantuviera al margen como si la estrategia hubiera sido el perfil bajo, mientras a nivel interno se cultivaba un intenso desarrollo económico. Con los años y no en muchos, se genera el resurgir del país asiático con un impulso frenético que reconstruye sus propias ciudades y se inserta agresivamente en el mercado global. Todo, o casi todo, empieza a ser procedente de China y pasa a poseer un rol protagónico en el mapa mundial expresado también en actos de poderío internacional a nivel simbólico como la impactante organización de los Juegos Olímpicos de Beijing el 2008.
Ese es el contexto previo a la pandemia, ese es el contexto previo a esta Tercera Guerra sin disparos ni artefactos nucleares. ¿Se podría afirma, entonces, que esta guerra mundial al igual que las otras, estaría produciendo también una reafirmación en el desplazamiento del poder en las relaciones internacionales? Solo el tiempo podrá responder categóricamente a esta respuesta. De todas maneras, es sugerente el informe de la Comunidad de Inteligencia de Estados Unidos publicado en abril de 2021, el Annual Threat Assessment. Se admite allí, se alerta bajo el subtítulo “China push for global power” que China está aprovechando de la pandemia para aumentar su influencia internacional y desafía a EE. UU. en asuntos económicos, militares y tecnológicos, que abarcan posibles ataques cibernéticos como un incremento de su energía nuclear.
Lo que también resulta destacable es cómo se pretende combatir en esta posible guerra mundial. No se trata de controlar territorios a través de armas. Se puede tratar de una guerra en la que las prácticas culturales cumplen un rol. Una guerra en la que la población sobrevive por las singularidades de su cultura. Una guerra en que la cultura centrada en el individualismo y no en el bien común, en un sentido errado del valor de la libertad que se traduce en egocentrismo, llevan a un país a la tasa mayor de contagios y de mortandad. Como bien se sabe, en 2020 en Estados Unidos se produce un cuestionamiento al uso de la máscara por parte de un sector que la consideraba un atentado a su supuesta libertad. Una respuesta que tiene una raíz cultural. Indudablemente, el gobierno del presidente Joe Biden viene realizando una efectiva campaña de vacunación que, junto a propuestas financieras, expresa un serio intento de no perder las riendas del liderazgo internacional.
No parece haber ocurrido ese rechazo cultural al combatir el virus en China. El Annual Threat Assessment afirma que China se ufana que su sistema (y el elemento cultural es un componente de todo sistema) ha sido más eficaz. La máscara se acató desde un principio. El confinamiento se respetó como una regla de beneficio para todos. El egocentrismo quedó a un lado por la salud y la vida. Termina siendo el poder silencioso de la cultura el que obliga a ceder al enemigo colectivo. Parece ser que este posible desplazamiento del poder global podría estar siendo buscado no solo por medios políticos y económicos, sino también a través de estocadas que poseen raíces culturales.
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