Hace muchos años, una tarde, mi padre llegó del trabajo con una nueva historia: Pedro y el lobo. Se desarrollaba en un lejano país, lleno de nieve, donde los pastores debían cuidar las ovejas de feroces lobos que habitaban en los bosques. Nunca habíamos visto un lobo ni un pastor de ovejas, pero mis hermanas y yo quedamos fascinados con la historia.
La historia estaba grabada en un disco, en cuya cubierta había una ilustración de una enorme pradera rodeada de un cerco. Este nos protegía de los peligros que acechaban en el bosque. La historia era relatada por un señor de voz grave y sugerente, y para cada personaje presentaba un instrumento de la orquesta.
Con este cuento aprendimos a reconocer los sonidos del melancólico oboe que acompañaba al pato en el estanque. Creo que con ese cuento también aprendí esa palabra, estanque. Había una alegre flauta que caracterizaba al pajarito que acompañaba a Pedro en sus andanzas. Había también un gato que se movía al compás del clarinete. Y finalmente Pedro, el héroe de la historia, tenía una melodía propia, tocada por violines que sugerían un despreocupado paseo por la pradera.
En el borde inferior de la tapa del disco se veía un portón, siempre cerrado. Del otro lado estaba el bosque y allí pronto supimos que estaba el lobo. Las sabias y lentas advertencias del abuelo de Pedro se expresaban a través de los fagots. Los cornos, en cambio, subrayaban la maldad de un lobo invisible que, cuando finalmente apareció, solo pudo comerse al pato.
Dicen que Pedro se divertía gritando que venía el lobo, y causaba alarma en todos los habitantes de la comarca. Así se llamaba en mi infancia a los lugares chiquitos y cálidos. Esa alarma falsa era merecedora de algún castigo. Por eso, para muchos, el mensaje de esta historia infantil es advertir sobre las consecuencias de la mentira: Si mentís, algún día nadie te va a creer nada. Mirá que el lobo existe y, cuando venga, necesitarás ayuda.
Yo siempre pensé que el verdadero mensaje del cuento estaba relacionado con los límites. Para mí, se trataba de aquella portera siempre cerrada que no debía ser traspasada. Quien lo hiciera, debería hacerse cargo de las consecuencias, imprevisibles y terribles. Este cuento me enseñó que la vida nos confronta constantemente con límites que invitan a salir de lo conocido y seguro, y a entrar en la incertidumbre.
El final de la historia pretende ser triunfal, con una marcha de Pedro con los cazadores portando a un pobre lobo atado y un pato todavía vivo en su oscuro vientre. Escuché mil veces la historia y nunca me gustó el final. En realidad, nunca me creí lo de las marchas triunfales.
El autor de las músicas del cuento es Serguéi Prokófiev. Vivió las turbulencias de la Rusia de comienzos del siglo XX y ello condicionó su carrera de compositor. Ya a comienzos de 1917, el estreno de su ópera sobre la novela El jugador de Dostoievski había sido postergada por la revolución de febrero, preámbulo de lo que vendría en octubre.
La obra de Prokófiev fue controvertida por sus atrevidas innovaciones musicales como la politonalidad. Muchas veces fue severamente criticada por el público con sonoras silbatinas. Por supuesto que el estilo innovador también sufrió el rechazo y la censura desde el poder soviético.
La máxima expresión de ese poder fue Joseph Stalin. Para unos, líder revolucionario; para otros, el vencedor de la guerra; para todos, un gobernante autoritario y sin escrúpulos. Durante treinta años concentró el poder en su persona y se convirtió en el paradigma del culto a la personalidad. Stalin persiguió, acalló, oprimió disidentes, muchos de ellos excompañeros de su aventura revolucionaria. No vaciló en forzar a naciones enteras al exilio o condenarlas a la miseria y el hambre. El holomodor, la muerte por hambre a la que sometió a Ucrania, es recordado en estos días.
La vida de Serguéi Prokófiev fue accidentada. Como muchos otros compositores soviéticos, tuvo una tensa relación con el poder y varias de sus obras fueron censuradas. Creó sinfonías, musicalizó películas. Compuso un concierto para piano para la mano izquierda. Fue por encargo del pianista austríaco Paul Wittgenstein, hermano de Ludwig, el famoso filósofo. Paul había perdido su mano derecha en los primeros días de la Gran Guerra en 1914.
Seguramente los miles de jóvenes de toda Europa que se alistaron como voluntarios no pensaron en terminar sus días en inmundas trincheras, ahogados con gases tóxicos o mutilados por la metralla y el hambre. Posiblemente, nadie presintiera que, lejos de ser la última guerra, vendrían otras aun más destructivas, cuyas consecuencias se sufren todavía hoy.
Prokófiev nació en el Donetsk Oblast, en Ucrania. Casi un siglo después, el lugar de nacimiento de Prokófiev vuelve a estar en las noticias. Y esto no sucede por los festivales en honor al músico, sino porque allí mismo hoy caen bombas y mueren miles.
El 5 de marzo de 1953, el compositor falleció en Moscú. Ese día también moría Joseph Stalin. Las calles de Moscú estaban intransitables, llenas de gente que venía a homenajear al dictador. Dicen que los pocos amigos presentes tuvieron que llevar a pulso el féretro de Sergei desde su casa al cementerio. No hubo marcha triunfal, fue en silencio.
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