Los procesos que llevaron a la Unión Soviética a su disolución, el 26 de diciembre de 1991, tuvieron que ver con la situación interna del país más grande de la Tierra, y no por el acoso militar externo, salvo en el período de expansión nazi, que poco tuvo que ver con discrepancias en la construcción del socialismo, sino, con los 17 millones de kilómetros cuadrados, y las enormes riquezas que Moscú poseía.
Cuando Mijail Gorbachov asume como Secretario General del Comité Central del PCUS, lo hace bajo la necesidad de introducir una serie de reformas, en casi todos los órdenes. Una de las más urgentes era poner fin a la Guerra Fría, que tenía exhausta a la URSS, e iniciar conversaciones con los Estados Unidos para poner en práctica un programa de desarme. Otra de las propuestas reformistas de Gorbachov era establecer una relación más abierta con la opinión pública. Glasnost y Perestroika sorprendieron tanto a la población soviética como al resto del mundo. Pero lo que más escozor provocó en el cerno del partido de origen leninista fueron los cambios económicos que se vendrían, con una apertura a las leyes del mercado, y la producción privada.
En setiembre de 1991, las repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania proclaman su independencia de la URSS, y eso trae como consecuencia un debilitamiento considerable de la figura de Gorbachov, así como la imparable desintegración de la URSS. Sin que mediara un sólo tiro, el régimen soviético desaparece. No obstante, la debilidad en que quedaba sumida la ya ex URSS, tampoco fue motivo de invasiones externas ni injerencia significativa por parte de las democracias occidentales.
Gorbachov no era partidario de la disolución de la URSS sino de su modernización, en todos los órdenes. Tal vez haya creído que los acuerdos con los países firmantes del Pacto de Varsovia, y los acuerdos militares eran más sólidos. Rotos los lazos de adhesión forzada a un socialismo de partido único, supeditado a la hegemonía soviética, ya nada fue posible, ni siquiera la complementación económica en tanto la fuerza centrífuga que implicó la ruptura con la URSS no creó alternativas. Si se considera la trayectoria posterior de Gorbachov, es posible que su idea reformista tuviese más que ver con un socialismo democrático, a la escandinava, que, con algo parecido al partido único, que no podría funcionar más que en un régimen cerrado, lo contrario a lo que implicaba la perestroika.
La vieja guardia del PCUS, y sus partidos hermanos, en todo el mundo, apuntaron a la cabeza de Gorbachov. Salvo para los partidos socialistas europeos, Gorbahov no tenía interlocutores. Sobre sus hombros cayó toda la culpa de la desaparición de la URSS, y si su detención fue, apenas, algo pasajero, una molestia y poco más, la razón de que no hubiese corrido la misma suerte que tantos corrieron, como en la época de las purgas de Beria y Stalin, fue la descomposición institucional de la URSS, donde muchos ya apuntaban a las ventajas que podía dejarles la herencia de la URSS en el marco de una sociedad de mercado. ¿A quién podía convenirle una inmensa fortuna abandonada en medio de una administración caótica? Los distintos poderes dentro del aparato siguieron funcionando, aunque el Estado navegase al garete. Todo pertenecía al Estado, pero el Estado ni siquiera sabía a quién le pertenecía. Ganaron los más silenciosos, los que consiguieron montar sus negocios con dinero que nadie tenía. Funcionarios estatales, como Putin, que tenía algo mucho más valioso que el salario del Estado: información, contactos, negocios que podían ponerse en marcha en medio del caos, porque él, como espía con experiencia y medios a su disposición, sabía quién era quién a lo largo y ancho de la inmensa riqueza que latía debajo del fracaso.
Si la URSS se había hundido en medio de la ineficiencia estatal, buena parte del aparato político y administrativo que dependía del Estado, manejaba contratos y conexiones que les permitió en muy pocos años acumular fortunas inmensas a funcionarios que manejaban en la opacidad esos recursos, supuestamente de propiedad pública. Lo que vino a proponer Gorbachov era poner toda esa actividad bajo el conocimiento y control de la ciudadanía, que en la Unión Soviética se la conocía como “masa”. La masa no tenía acceso a la información pública, salvo a las “virtudes públicas”. Si una virtud tuvo la caída del Muro de Berlín, no fue la de sepultar el socialismo sino la de hacer transparente el socialismo. Cuestión, que, por otra parte, sólo es una amenaza para quien maneja los recursos públicos como si fuesen propios.
A los nostálgicos criollos habría que preguntarles cómo se produjo el milagro de que tanto en China como en la Unión Soviética aparecieran tantos súper millonarios integrando la lista Forbes. En 2022, la integran 607 milmillonarios, ocupando el segundo lugar mundial después de Estados Unidos. Rusia, en cambio, cuenta con 83 en la selecta lista de nuevos multimillonarios. Toda esta nueva casta de poder, ha crecido desde la nada. ¿Cómo fue posible? ¿No se lo ha preguntado la intelectualidad de izquierda?
Todo lo dicho anteriormente está en las entrañas de una máquina inhumana que parece no tener límites. Si Beria, Stalin o Pol Pot estuviesen en el lugar de Putin actuarían de la misma manera. El discurso intentaría, y hasta conseguiría, tapar el carácter brutal de la invasión, y la naturaleza de los crímenes que se van conociendo. Así empezó Hitler, ni más ni menos.
Pero el problema, la disyuntiva actual, es no saber si esto se puede frenar. Cuando la humanidad necesitaba, desesperadamente, entenderse para tomar medidas conjuntas que eviten el cambio climático, aparece un criminal como Putin y arrastra el mundo a un callejón angosto, demasiado angosto. Esto ya es negro o blanco. Putin está demostrando que está dispuesto a todo, incluso a usar el armamento atómico. Todos sabemos de qué se trata. En Kiev, o en cualquier parte de Ucrania Putin puede seguir probando armas. Zelensky sabe que, si Putin da la orden de bombardear Kiev, la bomba atómica también va a llegar a él, a sus compañeros, y, también a esa otra parte íntima: la familia. Su mujer y sus dos hijos, que comparten el mismo destino en la ciudad de Kiev, o Kyiv, como reivindican decir los ucranianos.
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