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Quien no sabe esperar, desespera. por Miguel Pastorino

Quien no sabe esperar, desespera.  por Miguel Pastorino
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Las redes sociales nos han permitido un nivel de comunicación insospechado hasta hace pocos años, además de crear un nuevo horizonte mental en el modo de producir contenidos y de conocer las noticias, han horizontalizado la producción y todos -los que tienen acceso- tienen voz. Pero los estudios científicos en neurociencias y psiquiatría se muestran cada vez más preocupados por la adicción que producen las redes sociales, la ansiedad y la depresión que acecha a quien queda atrapado en el mundo on line. Hay personas que tienen terror de no estar conectados a internet. La escasa tolerancia a la frustración, que aumenta en nuestro tiempo, encuentra una válvula de escape en los teléfonos móviles: si estás aburrido, si estás estresado, si estás cansado, automáticamente te sumerges en la tablet o en el smartphone. Es el escape más rápido de cualquier situación desagradable o del simple aburrimiento.

Por otra parte, aunque hoy podemos acceder a un caudal incontable de información disponible, somos más vulnerables ante los contenidos falsos porque no se dispone de criterios para el discernimiento, ni se dedica tiempo a buscar fuentes o evidencias. Es como si nos alcanzara con nadar en la superficie sin enterarnos de la verdad de absolutamente nada, ni tampoco molestarnos con tratar de comprender un poco más.

Los periodistas saben que cada vez menos los usuarios de los sitios periodísticos leen un artículo completo, la mayoría se pasea entre titulares y con suerte leen un copete o algún párrafo marcado en negrita. Todos opinamos a partir de titulares u opiniones y comentarios que no verificamos su origen, haciéndonos incapaces de llegar al fondo de las cosas. En forma constante recibimos sin demasiado discernimiento una lluvia de informaciones sin comprobación, de una amplia y desconocida diversidad de fuentes y se las comunica sin reparos públicamente.

El psiquiatra y neurobiólogo alemán, Dr. Manfred Spitzer (“Demencia Digital, 2013), alerta sobre las consecuencias del uso excesivo de dispositivos digitales en niños y adolescentes, y de la pérdida de habilidades cognitivas que se constatan por el uso temprano de nuevas tecnologías en el hogar y en el aula. “Nuestra capacidad de rendimiento mental depende del esfuerzo mental al que nos sometemos”. Si no aprendemos cosas de memoria porque están en internet, tendremos menos memoria, si no nos sabemos ubicar porque nos descansamos en el GPS perderemos sentido de la ubicación, y así con una larga lista de habilidades que el cerebro deja de cultivar.

Por ello entiende que dejarle el trabajo de procesamiento de información a los medios digitales lleva a un aprendizaje superficial y que se olvidará fácilmente. El descansarse en que la información está disponible en internet reduce la capacidad de búsqueda, de investigación y de la memoria.

La vida off-line.

Cada vez más investigadores coinciden en que el mejor modo de aprovechar las nuevas tecnologías es saber vivir en un mundo off-line. Esto no significa vivir desconectados, pero sí administrar la vida on line para que esta no se vuelva “La Vida”, sino tan solo un aspecto de nuestra vida. Aprender a esperar, a contemplar, a tener conversaciones profundas, exige salir de la velocidad on line que salta de una cosa a la otra y no sabe esperar, para entrar en el mundo dela vida donde aprendemos a esperar y a mirar con otros ojos la realidad, donde las cosas más importantes de la vida no producen resultados inmediatos, donde no se pueden “bloquear” las que no nos gustan, donde hay que aprender a vivir la vida en su integridad sin huir, sino haciendo de ella algo que valga la pena vivir.

El contacto con la naturaleza, el diálogo íntimo y profundo con los demás sin mirar el teléfono, el poder leer un buen libro en silencio durante horas sin necesidad de sacarme una foto o publicar una frase que me pareció interesante, es algo que nos hace más libres y menos adictos. El tema del uso de internet, de las redes y la adicción al teléfono móvil despiertan toda clase de debates y posturas extremas, desde la ingenuidad de que “es el mundo que se viene” y hay que aceptarlo así, hasta el pesimismo de que los celulares “nos atrofian el cerebro y la vida social”. Ni lo uno, ni lo otro. Como tantas cosas de la vida humana, dependen del uso que le demos, de la madurez con que se las utilice, de la libertad que tengamos frente al mundo on line. ¿Es un imperativo publicarlo todo? ¿Es una necesidad? Cuando su uso está mediado por la reflexión, el discernimiento y existe la libertad de desconectarse para priorizar los vínculos y la vida real fuera de internet, no es un problema sino una herramienta en un mundo hiperconectado. La vida siempre es mucho más rica que lo que publicamos, mucho más importante que lo que mostramos, mucho más valiosa que lo que otros puedan opinar.

Cuando dejamos de preguntarnos el por qué y el para qué de las cosas, cuando la verdad no importa y solo basta buscar la utilidad de las cosas y de las personas, cuando sustituimos razones por sensaciones, la vida se vuelve banal. Encontramos cada vez más personas adictas a pasar de una experiencia a otra, de una novedad a otra, en un círculo vicioso de consumo que no va a ninguna parte y que va sumergiendo a cada uno en una pavorosa soledad y en una incapacidad para ver a los otros y la propia vida en su realidad más profunda.

Una sociedad que pierde la capacidad reflexiva y solo vive en la inmediatez de la gratificación instantánea, aumenta la ansiedad y la depresión, porque cuando no se tolera esperar, cuando no se tolera frustrar expectativas demasiado altas, surge la desesperación. No hay tiempo para aburrirse, por eso hay menos creatividad. No se quiere pensar demasiado y se simplifican las ideas y la realidad, se leen resúmenes de libros, pero no obras completas, sacamos miles de fotos, pero no contemplamos tanto los momentos importantes de nuestra vida, se quiere llegar antes, pero no se va a ninguna parte. La nueva configuración de la cultura, de la comunicación y de los vínculos, afecta también al sentido de la vida y la forma de comprendernos a nosotros mismos.

Más rápido no siempre es mejor

El pensamiento actual no tolera los procesos y la gradualidad en el conocimiento de la verdad. Como escribía, Zygmunt Bauman, el corto plazo ha reemplazado al largo plazo y “ha convertido la inmediatez en ideal último”. La “modernidad líquida” disuelve y devalúa el tiempo. Que las cosas duren deja de ser un valor y se convierte en un defecto, ya sea en las relaciones humanas, los trabajos o incluso un proceso judicial. Si algo dura, no es recomendable. El advenimiento de lo instantáneo o inmediato lleva a la cultura, las relaciones humanas, el derecho, la política, la religión y los dilemas éticos a un territorio inexplorado, donde la mayoría de los hábitos aprendidos para enfrentar la vida han perdido aparentemente toda utilidad y sentido. Que alguien ante la prensa, por seriedad y responsabilidad ante su trabajo y ante los demás, quiera explicar que necesita tiempo para dar información, le hace parecer sospechoso de ocultar algo.

Cualquier producción periodística requiere cierta formación intelectual y cultural de quien lo realiza. Los periodistas pueden escribir reportajes cualificados porque son fruto del sacrificio y la profundidad de una investigación. Pero la inmediatez de un caudal indiscernible de información nos lleva inevitablemente a la superficialidad, a la falta de rigor y a la carencia de reflexividad. El lenguaje y la cultura se vuelven vulgares, se publican resúmenes cada vez más breves o videos de pocos minutos, para poder competir con la avalancha de contenidos de toda clase.

En este contexto se confunde la libertad de poder opinar con el valor del contenido. Y se olvida fácilmente que no todas las opiniones son igualmente válidas ni verdaderas. Que todos tengan derecho a opinar no significa que todas las opiniones tengan el mismo valor, ni la misma veracidad. No es lo mismo opinar que saber. No todas las ideas aportan igualmente al progreso del conocimiento ni a la comprensión de la vida.

A su vez, quien no devora informaciones sin discernir, sino que sabe disfrutar del saber, crece en experiencia y sabiduría, permaneciendo abierto y en tensión a lo venidero, a lo sorprendente de un futuro por construir. Elegir entre las muchas posibilidades es ejercer la libertad y hacernos responsables de en qué se nos va la vida.  La experiencia de la vida como una continuidad con sentido y no como una sucesión desordenada de vivencias e informaciones, es la que permite asumir compromisos y tomar las riendas de la propia vida, priorizando unas cosas sobre otras.

Una virtud olvidada: la paciencia.

Esperar se ha vuelto un suplicio para mucha gente en la cultura de la inmediatez. La desesperación cotidiana es justamente el “des – esperar”. La desesperación ya no es algo que vivan los seres humanos solamente en situaciones trágicas o en verdaderos dramas sin solución, sino que parece un estado cotidiano ante cualquier evento que demore más de lo esperado.  No se quiere esperar a nadie ni nada. Uno podría detenerse a contemplar gente desesperada y profundamente irritada teniendo que esperar para cruzar la calle, para entrar a una tienda que todavía no abrió, para ser atendido en un restaurante, para hacer un trámite administrativo o al caminar por la calle y tener delante a gente que va más despacio.

Muchos psicólogos y pediatras advierten del riesgo que implica no enseñar a los niños a esperar y satisfacer todos sus deseos de modo inmediato, casi al borde de la desesperación. Algunos entienden que es normal que los niños busquen esta inmediatez y tengan que aprender a frustrarse, para aprender así a esperar y desarrollar la paciencia; pero la gravedad de nuestro tiempo es que los adultos vivimos en forma adolescente o infantil, haciendo “berrinches” porque no obtenemos lo que queremos en el momento que lo deseamos: “¡lo quiero ahora!”. Una sociedad de consumo que ha infantilizado a los adultos, que se acostumbraron a confundir sus deseos con derechos y que no están dispuestos a esperar, es una sociedad desesperada e irritada.

El filósofo Byung-Chul Han, en “Loa a la tierra”, reflexiona a partir de su propia experiencia en el cuidado de su jardín, donde la espera incierta y el lento crecimiento de las plantas engendran un sentido especial del tiempo, radicalmente distinto de la aceleración de las pantallas en las que vivimos. El tiempo de las plantas hace experimentar al ser humano que todo transcurre más lentamente, como si se dilatara el tiempo. El tiempo del jardín es un tiempo distinto del que no se puede disponer y acelerar. La experiencia del cuidado de las plantas es para el filósofo una posibilidad para volver a descubrir el silencio, la paciencia y la esperanza.

Estudios recientes en neurociencia y psicología positiva demuestran que cultivar la virtud de la paciencia, como habilidad para mantenerse con paz y fortaleza ante la decepción, la angustia o el sufrimiento, se relaciona con una serie de beneficios para la salud, como la disminución de la depresión.

Un grupo de investigadores en 2012 concluyeron que las personas más pacientes son más sociales, empáticas, más propensas a mostrar generosidad y compasión, así como transmitir esperanza a los demás. Logran ver con mayor claridad el origen de los problemas, los contextualizan mejor y piensan con tranquilidad la forma de solucionarlo. La paciencia siempre estuvo asociada a la madurez y la estabilidad emocional.

Desacelerar ayuda a pensar mejor y vivir mejor. Nunca se alcanza el mismo nivel de relación humana ni de profundidad si se aceleran los modos de comunicación. Si queremos llegar de verdad al otro, necesitamos tiempo.

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