Se está sufriendo una severísima crisis en acceder al agua potable. Son corresponsables los anteriores gobiernos, y la actual administración le sumó impericia e incapacidad. Todo esto está inmerso en cambios políticos y culturales. Es un viraje que tolera, sin pudor ni vergüenza, que se desmonten políticas públicas o se renuncie a un Estado que asegure la calidad de vida de las personas.
Es un cambio extendido más allá de los políticos, tal como se evidencia en la prensa convencional. El pasado domingo, desde El País, su director, Martín Aguirre, escribió que el colapso del agua potable no era “nada trágico”, ironizándolo como un asunto “ridículo” (1). Ese mismo día, en la televisión, Leonardo Pereyra dijo que reclamar por el agua potable era propio de burgueses y de “maricones” (esa es la terminología de quien es presentado como analista político).
Argumentos como esos al mismo tiempo minimizan la gravedad del problema, mientras que no comprenden que ocurre algo más dramático: colapsó una política pública esencial. El Estado, y la política por detrás, han sido incapaces de asegurar un servicio público básico. Se ha derrumbado la confianza, tanto en OSE sobre la calidad del agua que distribuye, como con el MSP, el Ministerio del Ambiente o URSEA en controlarlo.
La respuesta gubernamental fue aceptar la debacle y trasladar la carga de soluciones a los ciudadanos. Cada uno debe comprar su agua potable y evaluar sus condiciones médicas y sanitarias. La incapacidad estatal implica una transferencia al ámbito privado e individual, que inmediatamente produce injusticias. Los “analistas políticos” podrían haber abordado esta problemática, pero no lo hicieron. En cambio, los que reclaman por un derecho fundamental reconocido en nuestra constitución, que es el del agua, pueden ser calificados como “maricones”.
Otra faceta de la naturalización de ese viraje se encuentra en la nota de Aguirre. A su juicio, mientras la crisis del agua sería un asunto ridículo, la contracara no-ridícula que aplaude es la inauguración de una escuela donada por privados, a quienes describe como personas “con dinero y buen corazón”. Esas donaciones deben ser bienvenidas, pero eso no evita advertir que ante una debacle estatal se coloca como alternativa positiva a la filantropía privada.
Poco a poco las denuncias y rechazos del desmantelamiento de las políticas públicas se banalizan, y su reemplazo por la caridad privada son aplaudidos. Siempre existieron posiciones conservadoras de ese tipo, usualmente minoritarias, acalladas en público porque, por ejemplo, defender que OSE diera agua salobre, hubiese sido vergonzoso. Pero en este viraje también se pierde la vergüenza.
1. La sal, el Ricardito y el ridículo, M. Aguirre, El País, 14 mayo 2023.
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