Sonriendo llenos de gracia alegre
Levantó los ojos y de pronto cayó en la cuenta de que ya no estaban donde siempre…
Desconcertado, pensó que se había equivocado de calle, de vereda, de edificio. Nada de eso. La casa era la misma, pero parecía otra. Sin su presencia, había perdido toda su gracia.
Preocupado, apresuró sus pasos hacia un sitio cercano donde estaba seguro de que, como acostumbraba, los encontraría. Nada. Entonces se apoderó de él la tremenda angustia que atenaza a quien comprende que lo inevitable ha ocurrido. ¡Habían abandonado Montevideo para no volver jamás!
*
Hace años que andan por allí. Siempre felices, inmunes al vértigo y a sus riesgos. Sin importarles el humor del clima, ajenos a lo que ocurre a ras del suelo, se alimentan del viento, de la lluvia, de la luz del sol y el brillo de las estrellas, que los mantienen rollizos y saludables.
Su infancia eterna transcurre en las cercanías del cielo. Tal vez por eso los hombres, demasiado preocupados en los asuntos terrenales, les han dejado de prestar la atención que antaño les dedicaban.
Mientras tanto y a pesar de tanta indiferencia, fieles a su naturaleza infantil, todavía, ellos se esmeran por llamarles la atención con sus juegos, sus bailes y sus rostros sonrientes.
*
Despertó con el pecho oprimido y la convicción de que debía advertir de la inminente catástrofe a sus conciudadanos. Se sentó frente a la máquina y comenzó a escribir el ruego: “¡Oh montevideano, si los ves, dirígeles al menos una mirada, agita tu brazo en alto en dirección hacia ellos en señal de saludo, festeja con una sonrisa sus gracias! No sea que un día nos levantemos con la mala nueva de que, ofendidos por nuestros desdenes, se han marchado a otro sitio para siempre”.
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