Por estos días, una señora que anda por la vida ostentando de su procacidad, llamémosla MV, habló pestes sobre la influencia de Daniel Viglietti en la realidad nacional. Y no es la intención de estas líneas amplificar su voz ínfima, que como cualquier otra tenía todo el derecho a ser expresada, aunque con ello dejara en evidencia su brutal ignorancia sobre algunas reglas básicas de la decencia, como la de esperar que el cuerpo se enfríe antes de disparar contra la memoria del caído. La desafortunada intervención tuvo además un par de efectos colaterales. Por un lado, un movimiento de repudio que decantó en la pésima idea de promover una recolección de firmas para que la Intendencia de Montevideo (IM) le retire la declaratoria de ciudadana ilustre, con lo cual se logró al mismo tiempo potenciar estruendosamente aquella minúscula provocación, y permitirle presentarse como defensora de la libre expresión, acosada por una turba de censores intolerantes. Por otro lado, el incidente reflotó la discusión acerca de los criterios que utiliza la IM para hacer estas distinciones, un tema sobre el cual puede valer la pena ensayar algún apunte.
No hay por qué andar especulando para adivinar en qué estaban pensando quienes tuvieron la iniciativa de proponer su nombre. Lo dijo muy claramente su amiga Glenda Roldán, responsable de la nominación, ante la Junta Departamental: “¡Si serán buenos los libros de MV que algunos van por la segunda y tercera edición! Si no fueran buenos, nadie los compraría”. La IM adoptó de este modo, de manera expeditiva, la lógica del Best Seller. Una visión exitista de tipo mercantil según la cual el libro interesa más como pura mercancía que como un producto cultual con valores propios.
En aquel momento, un grupo de más de cuarenta escritores presentaron una carta abierta cuestionando la iniciativa, por no haber tenido en cuenta criterios de análisis relativos a la calidad de la obra. Casi de inmediato, otro conjunto de personas encabezado por militantes de grupos feministas salieron en defensa de la escritora, señalando que se la estaba persiguiendo por ser “una mujer distinta a lo admitido por los intolerantes, de otra clase y modo de escribir, y además con éxito económico y popularidad”, y agregaban con pasmosa sinceridad: “No interesa si MV escribe o no escribe bien, (…) defendemos su derecho a escribir y a recibir el premio”. Según informaba La Diaria en su momento, el edil Gabriel Weiss defendía un concepto muy similar: “para él, se trata de homenajear no sólo a determinadas personalidades, sino también a quienes se identifican con ellas; el criterio de fondo sería la diversidad y la representatividad” (1)
Según este tipo de razonamiento, siempre omitiendo cualquier consideración sobre la calidad artística y el valor cultural de sus obras, alcanza con que una persona consiga un cierto grado de notoriedad, o con que sea seguida y apoyada por algún colectivo para hacerse merecedora de un reconocimiento público. Una hipertrofia completamente abusiva de la idea de inclusión.
La sociedad moderna suponía la hegemonía de un conjunto de valores con validez universal sobre los cuales era deseable basar las políticas públicas, tamizadas por la ideología. No es ninguna novedad que la cultura posmoderna intentó licuar toda pretensión de verdad, fragmentándola en infinitos micro-relatos, con excepción del propio relativismo, al que transformó, paradójicamente, en la única verdad verdadera, a salvo de su propia autodestrucción. Si antes era posible y necesario justificar una resolución de carácter público con buenas razones, construidas en base a valores que implicaban una toma de partido, ahora alcanzaba con la simple apreciación cuantitativa, que no requiere más legitimación que un registro de inventario. Allí estará ese pequeño colectivo identificado con este micro-reclamo, convencido de que el reconocimiento logrado es prueba suficiente de la justeza de “su verdad”, tan válida, tan legítima, y tan insignificante como todas las demás.
El populismo implícito en las pautas culturales de la posmodernidad requiere dar satisfacción, imperiosamente, a todos los reclamos, por encima de lo que indiquen vetustas orientaciones político-programáticas. Vendría a ser como una forma de sacralización de lo diverso, que requiere suprimir la necesidad de esgrimir argumentos para justificar unos actos o desechar otros. ¿A qué otra cosa podría aspirar un gobernante cool que no sea a satisfacer todas las demandas, aunque ello implique eludir la discusión, renunciando a la política misma, entendida como compromiso y toma de partido? ¿Por qué no promover finalmente una app tipo autoservicio que le permita a cada usuario, sin molestos intermediarios, auto-designar a sus preferidos como personas “ilustres”, y ya que estamos, darle a esa palabra el significado que cada uno prefiera? Así lograríamos de una vez un cien por ciento de satisfacción disolviendo por completo la vieja idea del sentido.
Ya hace tiempo que pasaron de moda los meta-relatos y los imperativos categóricos, y no hay por qué perder el tiempo con aburridas justificaciones si puede anotarse un punto, sin más trámites, en la columna narcisista de la inclusión, así entendida. El culto obsesivo a la diversidad, no ya como medio para la profundización democrática basada en los valores del humanismo ilustrado, sino como un fin en sí mismo, termina siendo la antítesis de éstos, porque en lugar de apuntar a superar las trabas para el reconocimiento de unos derechos limitados, supone la existencia de méritos imaginarios que se derivan de la singularidad.
Quizás resulte exagerada tanta elucubración a partir de un hecho muy menor, pero las políticas se van dibujando con pequeños trazos que tienden a pasar inadvertidos. Cuando se sustituyen los juicios políticos y estéticos por la demagogia inclusiva y se confunden valores culturales con los valores del mercado, se corre el riesgo de disolver la verdadera política hasta transformarla en simple política de satisfacción del cliente. Un camino tortuoso desde donde es imposible distinguir lo ilustre de lo vulgar.
(1) Ver La Diaria 30/06/2010
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