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Un disco maldito (2) por Jorge Alastra

Un disco maldito (2)  por Jorge Alastra
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En “Lo dedo negro” estamos frente a una pieza de extrema complejidad rítmica. Mateo trabaja con distintos patrones que aislados no dicen mucho, pero una vez reunidos crean una textura asombrosamente rica. A partir de una candombez en la guitarra va sumando elementos tímbricos, desde una conga hasta un bajo con un diseño inusual, que parece estar caminando en el vacío. Da la sensación de que no existe “tierra”, un apoyo de dónde agarrarse. Mateo flota en el espacio. El texto contiene todo el folclore afro montevideano posible. Si un turista que desconoce nuestra cultura escuchara esta canción, podría tener un pantallazo general ya que en pocos trazos, y de manera única y personal, describe –hasta con un dejo de ternura- lo que pasa: “Lo que no te conté Negro y ahora que me acuerdo/ Tata el papá más viejo voló volando abuelo voló/ Porque el rey de lo negro dicen que tiene gran corazón/ De la mano lo dedo negro que van tocando el tambor/ Y una luna muy blanca que trae un llanto negro menor/ En la plata de luna negro en la cuna muy dormilón”.
En “El boliche” entramos en la zona más guitarrística del álbum. Casi un estudio erudito, casi una pieza instrumental con texto. Aquí Mateo coquetea con la atonalidad pero dentro de la tonal, en una especie de juego entre el gato y el ratón. El arpegio se contrae y dilata ad libitum, como si en alguna parte hubiera un espacio donde se improvisó o se compuso en el mismo momento de estar grabando. Hay algunas figuras indianas ya aparecidas en varias canciones de esa época (mediados de los 70). El texto es un evidente tango: “El boliche de luna la farra/ La pilcha y tomar/ Y el perfume que deja la barra/ Del whisky y fumar/ Y en la bruma de otoño una noche/ Al verte llegar/ He sentido las cosas más bellas que puedas pensar”. En el canto hay similitudes obvias con “Nombre de bienes”, y quizá sea de la misma camada compositiva que el candombe, cuando Mateo estaba enfrascado en el canto “hablado”, inspirado en el védico indiano.
Pasamos a la gran creación de este álbum, la misteriosa y poderosa “La Casa Grande”. Canción cubierta de leyenda debido a algunos inconvenientes con los músicos que lo estaban acompañando mientras la ensayaban. Supuestamente, en un fuerte entredicho, Hugo Fattoruso habría abandonado la grabación “invitado” por el compositor. Más allá de la pelea, lo cierto es que Hugo registró su huella (por fortuna), junto a la batería “esotérica” de Osvaldo Fattoruso y el bajo de Eduardo Márquez. El patrón es de un candombe lento, transfigurado. Su armonía es asombrosa, cargada de acordes alterados y extraños. La melodía está basada en una especie de escala arábiga que se entromete en una armonía que poco tiene que ver con ella. Como si hubiera dos habitaciones distintas en una. Aparentemente la toma única de la canción fue casi improvisada y quedó de esa manera, sin posibilidad de retocarse. Sin embargo existen dos versiones de la voz principal (una mejor que la otra). La fuerza interior de esa música es hasta hoy impactante. El poema es sugerente y sin un aparente sentido. Noto algo de García Márquez (no en la manera de escribir, sino en lo temático), una anécdota que bien podría haber salido de Macondo. Un casamiento misterioso en una especie de fazenda, con una escenografía tropical y fantasmagórica: “(…) Esa casa grande donde ellas vivían/ Fue regalo que un ministro decidió/ Y allí un niño que volvió día tras día/ Al cristal de la ventana conoció/ De todas aquellas, la que era más niña/ En la tarde, un día, cuando el sol cayó”. El texto, como la mayoría de los que están en el disco, transgreden las reglas de la sintaxis. Mateo estaba preocupado por el sonido de las palabras, por lo fonético, y no tanto por el sentido lógico. De todas formas, logró su cometido, porque a través de la ruptura –mezcla de hallazgo y cálculo- nos conmueve, y por más que no lleguemos a entender del todo lo que quiere decir, llegamos a hacerlo, intuitivamente. Hablaba en la primera parte de estos apuntes, en la publicación anterior, del término “alucinante”. Aquí cabe. Porque la canción es “alucinante”, desde lo musical y poético, y cuesta encontrarle un antecedente. Habría que remitirse al universo del free jazz, aunque tampoco ese sería su “nicho”. Esta música es original, personal, como lo era Eduardo Mateo. Más allá de la ruptura de los lenguajes –en varios frentes- nos encontramos con otra en el final, pues el artista principal no participa como intérprete. “El airero” no es una balada común. Un texto bellísimo y melancólico que halló su música fuera de su autor. Pippo Spera (1949) tenía una música escrita con una melodía precisa, pero sin texto. Cuando Mateo le dio “El airero” para musicalizarla, se dio cuenta que la música que tenía encajaba perfectamente en el poema: “A llegos sosiegos celesteros rezan/ Plegarias y en aras los árboles quietos/ Llegares ya saben de aquí a poco tiempo/ Del aire la brisa que trae el sendero”. El inicio es similar al de varias canciones del álbum. Hay como una desmantelación del lenguaje, una aproximación concretista. La palabra “llegos”, ¿qué significa? Para colmo lo vuelve un neo-verbo, que sale de “llegar” y lo vuelve plural: llegares. Mateo juega con los sonidos y construye nuevas palabras, hermosas, nuevas, sonoras y luminosas. Sabemos que el poema habla del jardín botánico de El Prado, ese sitio maravilloso de Montevideo. Mateo le escribió una oda a ese parque y a sus habitantes, los “aireros”. Los árboles. Y en un momento donde los artistas hablaban muy poco del ecosistema. Estaba adelantado hasta en eso. “Cuerpo y Alma es un álbum fantástico y que denomino “maldito” porque guarda elementos aun no superados en nuestra música; temáticas, ritmos, armonías. Hallazgos sorprendentes y luminosos, mezclados con sombras. Las sombras del verdadero artista que más allá de todo construye belleza. Maldito porque es un documento para los que toman el arte como un “entretenimiento” más. Y “Cuerpo y Alma” es una afirmación de lo contrario.-

Ilustración: dibujo a lápiz de Oscar Larroca sobre fotografía de Marcelo Isarrualde.

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