La tramitación parlamentaria del proyecto de ley de urgente consideración en plena epidemia de Coronavirus, con plazos perentorios de aprobación, desató una auténtica colisión política entre el gobierno multicolor y la oposición frenteamplista.
Más allá de eventuales tecnicismos legales, la clave es que la remisión al Poder Legislativo de este mamotreto que tiene más artículos que la propia Constitución de la República y abarca una decena de temas, es claramente inconveniente.
Al respecto, lo más objetable es el momento en el cual el mensaje presidencial ingresó al Parlamento -en plena emergencia sanitaria- y, naturalmente, sus aviesos contenidos.
Ciertamente, resulta inverosímil la justificación del propio Presidente de la República, Luis Lacalle Pou, quien afirmó que la aprobación del texto es aun más urgente que hace dos meses. Obviamente, se trata de una mirada radicalmente sesgada, que corrobora la reconocida soberbia del mandatario.
Empero, no satisfecho con una formulación tan enrevesada, subrayó que se trata de una iniciativa “justa, buena y popular”, pese a que sus postulados arrasan literalmente con derechos ciudadanos y apuntan a desmantelar el Estado.
Naturalmente, parece irónico que un conjunto normativo calificado como “popular” limite, por ejemplo, el derecho de huelga, criminalice la protesta y otorgue a la Policía herramientas represivas de talante autoritario.
Tampoco es “popular” modificar una ley de inclusión financiera que combate la evasión y el lavado de activos, desmonopolizar la importación y distribución de los combustibles entregando el negocio al gran capital y “regalar” la comercialización de transmisión de datos al oligopolio audiovisual privado, asestando un duro golpe a la eficiente Antel.
Es muy notorio que ninguno de los temas o capítulos incluidos en este adefesio jurídico y en algunos casos inconstitucional, constituye una urgencia impostergable y menos aun una prioridad, en un escenario sanitario, económico y social de altísima incertidumbre y complejidad.
Por supuesto, aunque naturalmente es opinable -por su intrínseca carga de subjetividad- tampoco es un proyecto “justo”, porque no contempla, en modo alguno, todas las miradas, intereses y sensibilidades de una sociedad fuertemente polarizada.
Aunque este gobierno fue ungido por la voluntad popular y cuenta con mayorías parlamentarias que garantizan la sanción de esta “ley ómnibus”, la propia experiencia de la emergencia sanitaria demuestra su sordera, su desprecio y su indiferencia hacia el que piensa diferente.
No en vano, pese a que el Presidente de la República ha recibido propuestas del Frente Amplio y del movimiento sindical para afrontar la crisis social devenida de la epidemia, todas fueron olímpicamente ninguneadas e ignoradas.
Si no existe voluntad de diálogo ni de consenso en una singular coyuntura histórica de desastre, menos aun se puede esperar un cambio de actitud para debatir y eventualmente modificar los contenidos de un conjunto de iniciativas claramente regresivas.
Es claro que la vastedad de los temas incluidos en el macro-proyecto configura un auténtico programa de gobierno. Pese a ello, el oficialismo aspira a que sea aprobado en apenas setenta y cinco días, en el marco de un trámite parlamentario contrarreloj que impedirá escuchar y contemplar a todas las voces de la sociedad uruguaya.
Como es lógico, la comisión parlamentaria que tiene a su cargo el estudio del voluminoso texto debería convocar a todos los sectores, estamentos, sindicatos y organizaciones sociales, acorde a un procedimiento que contemple mínimamente las garantías o bien las formalidades democráticas.
En las actuales circunstancias, es altamente factible que esas consultas no puedan programarse ni efectivizarse, a raíz de las precauciones que impone el distanciamiento físico.
Resulta bastante inverosímil que una de las leyes más importantes de este quinquenio -que condicionará naturalmente el futuro de todos los uruguayos- sea abordada por un parlamento virtual, con notorias dificultades de funcionamiento y hasta la ausencia de algunos legisladores referentes que están en uso de licencia por ser población de riesgo.
Es evidente que el oficialismo apunta claramente a aprovechar este escenario de confusión generalizada para apurar la aprobación de estas propuestas, teniendo claro que, tanto la izquierda como el movimiento sindical, están limitados.
En efecto, bien sabe que el Frente Amplio no adoptará una postura radicalmente confrontativa en medio de una epidemia, que podría ser capitalizada políticamente por la derecha.
También asume que los gremios y las organizaciones sociales están seriamente jaqueados en sus posibilidades de movilizarse y de ejercer su legítimo derecho a la protesta. Al respecto, sería impensable la aplicación de medidas de lucha o convocar una huelga con más de 170.000 trabajadores en seguro de paro y en un horizonte de precariedad laboral.
En ese marco, este temible virus que azota a nuestro país hace ya casi dos meses, se ha transformado paradójicamente en un aliado para la coalición multicolor, que parece blindada ante la opinión pública por imperio de las circunstancias y por la proverbial obsecuencia de los medios.
En una sociedad cada día más controlada y con sus libertades seriamente restringidas por una situación de excepción de imprevisible duración e incierto desenlace, el gobierno derechista cuenta con el caldo de cultivo perfecto para reimplantar un paradigma neoliberal y represivo.
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