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Peor que robar un banco Por Hoenir Sarthou

Peor que robar un banco Por Hoenir Sarthou
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Lo que voy a contar ocurrió hace pocos días en la sucursal del Banco Itaú de Av. 18 de Julio casi Ejido.

Tenía yo que transferirle con urgencia $30.000 a un cliente del ITAU. Soy cliente del BROU, y, como he sufrido demoras para que se acrediten las transferencias electrónicas de banco a banco, opté por ir a la sucursal más cercana del ITAU y depositar el dinero en el cajero automático (como en casi todo el sistema bancario, en esa sucursal tampoco hay cajero humano habilitado).

Ya en la sucursal, marqué el número de la cuenta de destino, e introduje en el buzón del cajero treinta billetes de $1.000. La máquina aceptó 29 billetes y rechazó uno que tenía una cinta adhesiva pegada, de modo que lo sustituí por otro billete e hice un segundo depósito de $1.000. Retiré los dos comprobantes y me fui con la tranquilidad de que había cumplido con el pago tal como me había comprometido.

Dos días después, temprano en la mañana, recibí una llamada del destinatario del dinero. Estaba bastante molesto.  El dinero no estaba acreditado en su cuenta y, por tanto, él no podía cumplir con varias obligaciones a las que se había comprometido a su vez.

Reaccioné con sorpresa, le aseguré que yo había depositado y le prometí que aclararía el asunto en cuanto abriera la sucursal.

Obviamente, esa misma tarde volví a la sucursal del ITAU con las dos constancias de depósito. Me atendió un funcionario que me pidió que esperara mientras él consultaba con su superior. Lo ví hablar con una chica que estaba trabajando en una computadora. Al rato volvió con la noticia de que tenían registro de que había habido un depósito en esa cuenta, pero que algo había fallado en el cajero automático y no sabían cuál era la suma. Y agregó que no lo sabrían hasta después de las 18 horas, ya cerrada la sucursal, cuando pudieran revisar el cajero.

  1. La respuesta me irritó un poco. “¿Cómo a las 18?”, protesté, “’ ¿Por qué no revisan ahora mismo el cajero y resolvemos esto?”, insistí. “No podemos”, dijo él, “Ahora hay gente usándolo y además sería un peligro abrirlo mientras la sucursal está abierta”. Eso ya me superó. “Oíme”, le dije,” hace dos días que saben que hay un depósito y que tienen mis $30.000 apretados, ¿cómo diablos se te ocurre que tengo que esperar otro día más?”. “No sé”, dijo él, “Eso háblelo con mi supervisora”. Hasta ese momento yo creía que estaba tratando con un funcionario inexperto y que el asunto se arreglaría en cuanto interviniera alguien más ducho en la tarea. Pero llegó la supervisora, la misma chica que había sido consultada antes, y me contestó con las mismas palabras: “Lo del depósito lo vamos a saber después de las 18, cuando podamos abrir el cajero. Ahora no podemos”.

A esa altura yo ya estaba indignado y pedí hablar con el Gerente. “Bueno”, me dijeron la supervisora y el supervisado, “Va a tener que esperar porque está ocupado”. “Lo espero”, dije tenso”.

Veinte minutos después me recibió el Gerente, que, aunque tuve que preguntárselo, se identificó como Jorge Correa. Le dije que esperaba que acreditaran de inmediato el depósito o que me devolvieran el dinero.  Me contestó exactamente lo mismo que sus dos subordinados. Bueno, exactamente no. Agregó que el cumplía procedimientos bancarios a los que estaba obligado y que todo el sistema bancario funcionaba con esas reglas. “Eso no es cierto”, le dije, “Me han cerrado cajeros en la cara, para cargarles dinero, o porque estaban funcionando mal, ¿cómo no abrirlo cuando el banco se está quedando desde hace dos días con treinta mil pesos míos, o de uno de sus clientes?”.

El Gerente, a esa altura ya identificado como Jorge Correa, me miró con aire de aflijida inflexibilidad. “No puedo hacer nada”, reiteró, “Son los procedimientos bancarios”. “Si, comprendo”, le contesté, “Y encima pretenden que estar bancarizado sea obligatorio”. El sonrió con una sonrisa que no significaba nada, salvo su deseo de que yo desapareciera lo antes posible. “Me voy completamente insatisfecho”, le dije, ya pensando en escribir esta nota. “Comprendo”, dijo él, con otra sonrisa hueca. Y me fui.

Al día siguiente le habían acreditado al dueño de la cuenta $29.000. Tuve que enviarle por whatsapp una foto del depósito de $1.000 para que terminaran de arreglar el asunto.

Imaginen que uno tenga que depositarle dinero a alguien que depende de recibirlo para comer, o para comprar un medicamento, o para pagar un alquiler u otra cuenta ineludible, cuya omisión puede traerle consecuencias serias. ¿Cómo diablos aceptar que un banco pueda retener ese dinero por casi tres días con la excusa de que “falló el cajero y no podemos revisarlo hasta las 18 horas” (del día en que alguien, irritado o desesperado, venga a reclamar)? Sobre todo, si uno sabe la dureza que aplican los bancos y las financieras si uno se atrasa un minuto en el pago de una cuenta o de los intereses.

Hace pocos días vi un chiste más que gráfico. En el dibujo, una especie de cavernicola grandote les dice a varios cavernícolas más chicos: “Se me ocurrió un negocio nuevo”. “¿Cuál es?”, preguntan los cavernícolas chicos. “Es asi: ustedes me dan sus gallinas para que yo se las cuide. Mientras las esté cuidando, los huevos que pongan son míos, y ustedes pagan el maíz para alimentarlas.”. “Ah”, dicen los cavernícolas chicos, “¿Y cómo es llama ese negocio?”. “Se llama “banco””, contesta el cavernícola grandote.

Ese día salí del Banco con dos ideas en la cabeza. Una era escribir esta nota, que es el modesto desquite que uno puede tomarse contra un gigante insensible que abusa de su poder, cobrando fortunas por explotar dinero ajeno y creando “procedimientos bancarios”  que lo benefician siempre, en perjuicio de los deudores y de los verdaderos dueños del dinero.

La otra idea era más que nada una sensación. La sensación de haber vivido una sinopsis del mundo con el que sueña (sueño húmedo) el sistema financiero: la eliminación del dinero físico emitido por el Estado y su sustitución por registros informáticos en poder de los bancos. Un mundo en que bastaría apretar o no apretar un botón para que tu dinero se congelara, fuera embargado o desapareciera. El control absoluto en manos de fondos de inversión impersonales, ejercido a través de computadoras y de gerentes impunes, de sonrisa hueca y humanidad ausente.

Entonces recordé que, entre los 135 artículos que se someterán a la voluntad popular en marzo, se encuentra el que limitó la obligatoriedad de depender de los bancos, fijando montos más altos para quedar bancarizado a prepo.

Me pregunto qué lógica inexplicable lleva al movimiento sindical y a un partido que pretende ser popular a someter nuevamente a asalariados y jubilados a esa exprimidora de dinero y de ínformación que son los bancos. No me digas que la LUC tiene otras cosas malas. Explicame por qué el pueblo uruguayo debería votar para dar más poder, información y ganancia a los bancos. Es decir, por qué no se excluyó a ese artículo de la propuesta de referéndum.

Estoy cerrando esta nota cuando me entero del fallecimiento de Jorge Zabalza. Tuve con “el Tambero” coincidencias y discrepancias, además de estima, a lo largo de los años, pero nunca dudé ni dejé de admirar su constancia y su coraje (además de su estilo para escribir). ¿Tiene algo que ver esa triste noticia con lo que vengo diciendo? No sé. Pienso en la trayectoria guerrillera y expropiatoria del viejo MLN, el del “Tambero”, y rememoro la antigua frase que se atribuye a Bertolt Brecht: “… peor que robar un banco es fundarlo”.

 

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