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Adelanto del libro de Germán Deagosto

Adelanto del libro de Germán Deagosto
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La némesis perfecta para un nuevo universo cinematográfico
La dificultad no reside en las ideas nuevas, sino en rehuir las viejas que entran rondando hasta el último pliegue del entendimiento de quienes se han educado en ellas, como la mayoría de nosotros.
John Maynard Keynes (1883-1946)

Todas las historias de superhéroes tienen, por supuesto, al menos un antagonista. Es un tema existencial, supongo. La existencia de uno no se justifica sin la del otro. Y como esta es apenas una historia más, que no brilla por lo excepcional, en algún momento tenía que aparecer esta figura. ¿Cómo se completaría si no Javier Milei, nuestro inefable General AnCap? Necesita un archienemigo, una némesis contra la que refractarse para adquirir sentido.
¿El Congreso argentino, que está lleno de «delincuentes», «traidores», «extorsionadores»? Podría ser, pero le falta potencia.
¿El Banco Central, que es «una institución nefasta que solo le ha causado daño a la Argentina»? Otro buen candidato, pero como archienemigo carece de atractivo. ¿Qué forma tomaría en el cómic?, ¿un edifi¬cio con extremidades?, ¿un billete con antifaz?, ¿una impresora con capa? El nombre tampoco pega.
¿La casta, que se «compone de los políticos ladrones»? Atractivo narrativo no le falta. Sería una suerte de liga del mal, una mafia de cuello blanco que azota a la «gente de bien» argentina. El nombre es potente, pero la esencia es demasiado impersonal como para hacerle contrapeso a nuestro histriónico superhéroe. General AnCap: la casta contrataca. El título de la película me lo imagino, pero el afiche no.
¿John Maynard Keynes, que fue un «genio del mal»? Parece ser la opción natural. Keynes y los keynesianos: el origen del mal. Como inicio de una franquicia cinematográfica tiene gancho, no hay duda. Me imagino el tráiler: de las ruinas de un edificio derruido —que puede ser el Banco Central, así dejamos abierta la puerta para la precuela— se eleva majestuosamente el General AnCap, con su malla negra apretada y su capa color amarillo libertario. Contempla desde arriba la devastación y se imagina la reconstrucción de la ciudad, a su imagen y semejanza. De las cenizas de un país fracasado nacerá Liberland, la cuna libertaria llamada a salvar a Occidente. En un plano corto, la imagen de esa utopía randiana se difumina entre sus ojos celestes. Sin perder de vista su mirada, la cá¬mara se aleja mientras él desciende delicadamente hacia el suelo. Aterriza como una pluma en un nido de serpiente libertarias, que trepan por su cuerpo conformando un escudo antiestatal. Mira directo al espectador y exclama su grito de guerra: «Mi misión es cagar a patadas en el culo a keynesianos y colectivistas hijos de puta». Se cierra el plano y comienza a sonar Panic show, de La Renga:
«Hola a todos, yo soy el león,
rugió la bestia en medio de la avenida.
Todos corrieron, sin entender.
Panic show a plena luz del día.
Por favor, no huyan de mí,
yo soy el rey de un mundo perdido.
Soy el rey y te destrozaré.
Todos los cómplices son de mi apetito.»
No hay chance, es un blockbuster.
Ahora sí, el arco narrativo de nuestra epopeya comienza a cerrarse. Es el turno de indagar sobre John Maynard Keynes, némesis de nuestro protagonista que, obviamente, contará con su propia película dentro del universo cinematográfico mileiniano que acaba de nacer. Hasta tengo el nombre: Esta es mi herejía: adelante el Estado, abajo el laissez faire. Y esa película arranca así, con una voz en off.
La vida material de Keynes comenzó en un mundo, pero terminó en otro. Nació en 1883 en el corazón de un vasto imperio hegemónico, dando por sentado que la paz, la prosperidad y el progreso eran parte del orden natural de las cosas. Murió en 1946 habiendo atestiguado la devastación de una depresión y dos guerras mundiales, y el declive británico en favor de Estados Unidos.
Fue el mayor de los tres hijos de una familia pudiente de académicos. Su padre fue filósofo y economista. Cuenta su biógrafo Robert Skidelsky que de él tomó la «precisión intelectual y la eficiencia administrativa combinadas con un cierto aire juguetón». Su madre también fue una intelectual, con participación en la vida política. Fue la primera concejala del Ayuntamiento de Cambridge y luego la segunda mujer en ocupar el cargo de alcaldesa. Los Keynes estaban bien conectados, y su círculo incluía a las «prestigiosas dinastías intelectuales de la época».
Desde su adolescencia era considerado un genio. En 1897 ganó una beca para ingresar a Eton, el colegio británico más distinguido. Egresó con honores cinco años después y sacó el puntaje más alto en el examen de ingreso a Cambridge, obteniendo una beca para estudiar matemáticas en el King’s College, uno de los centros más antiguos de la universidad.
Ahí se integraría a la selecta sociedad secreta de Los Apóstoles y al círculo de Bloomsbury, que nucleaba a la «aristocracia intelectual» de aquella Inglaterra y sería su hogar emocional y espiritual durante el resto de su vida. Era un grupo variopinto, entrelazado por el romance y el sexo, «que rechazaba las convenciones victorianas estrictas» y compartía un lenguaje privado. «Exclusivismo, afectación, intelectualismo y sentido de la superioridad moral eran sus características más significativas». La escritora Virginia Woolf, que formaba parte de ese rejunte, describió a Keynes como un tipo «muy truculento y formidable. Era como un retrato de Tolstói joven, capaz de acabar una discusión que se pusiera a su alcance con un zarpazo, y sin embargo ocultaba, como dicen los no¬velistas, un corazón amable y sencillo bajo aquella armadura intelectual tan impresionante».
Pero no era solo un intelectual bohemio y elitista. Lejos de eso, era una cúmulo de paradojas: «Un burócrata que se casó con una bailarina, un hombre gay cuyo mayor amor fue una mujer, un leal servidor del Imperio británico que cargó contra el imperialismo, un pacifista que contribuyó a financiar las dos guerras mundiales, un internacionalista que ensambló la arquitectura intelectual del Estado-nación moderno, un economista que cuestionó los propios fundamentos de la economía, y finalmente un liberal que contribuyó a ensamblar el corazón de las ideas socialdemócratas».
Como recuerda Skidelsky, siempre ha habido mucha discusión sobre qué clase de liberal era Keynes. Algunos lo asociaron con el movimiento progresista «que unía a liberales de izquierda y a socialistas moderados en torno a un programa democrático y redistributivo común». Otros lo definieron como un «inflexible liberal centrista que injertaba soluciones tecnocráticas en un trono individualista». Para él, ambas valoraciones tienen algo de cierto.
Keynes no introdujo objeciones al orden social vigente de su época sobre la base de su falta de equidad o de la justicia distributiva, sino más bien porque el funcionamiento de aquel capitalismo no preservaba las normas sociales y económicas existentes. Era censurable e inestable. En ese sentido, manifestó explícitamente su intención de «moldear una sociedad en la que la mayoría de las desigualdades y de las causas de las desigualdades existentes sean eliminadas». Sin embargo, como recuer¬dan sus estudiosos, «la redistribución desempeña un papel menor en su filosofía social, y solo como parte de la maquinaria de la estabilización macroeconómica, no como medio para un fin ideal como la igualdad».
Según sintetiza su biógrafo, Keynes se planteó salvar lo que llamó el «individualismo capitalista» del flagelo del desempleo masivo, que haría que los Estados autoritarios fuesen la norma en el mundo occidental. Su propósito fue, en efecto, rescatar al capitalismo del propio capitalismo, no sustituirlo por un sistema alternativo.
De hecho, rechazó enfáticamente al socialismo como alternativa, a pesar de que le admiraba tres cosas: su pasión por la justicia, el ideal fabia¬no del servicio público, y su utopía, asentada en la desaparición del amor por el dinero. Su verdadero enemigo era el comunismo: «¿Cómo puedo admirar a un sistema político que encuentra una expresión característica en gastar millones para sobornar a espías en cada familia y grupo en el interior, y en fomentar dificultades en el extranjero? […] ¿Cómo puedo aceptar una doctrina que erige como su biblia, por encima y más allá de la crítica, un libro de texto obsoleto, que sé que no es solo científicamente erróneo, sino sin interés o aplicación para el mundo moderno? ¿Cómo puedo adoptar un credo que, prefiriendo el tallo a la hoja, exalta al grosero proletariado por encima del burgués y de la intelectualidad que, con los defectos que sean, posee la calidad de vida y siembra con seguridad la semilla de todo el progreso humano?».
En su visión, el propósito del análisis económico «no es proveer un mecanismo o método de manipulación ciega que nos dé una respuesta infalible, sino dotarnos de un método organizado y ordenado de razonar sobre problemas concretos. La economía es esencialmente una ciencia moral, no natural. Es decir, emplea la introspección y los juicios de valor». Lamentablemente, no contamos con respuestas exactas. Eso es ajeno a una disciplina como la suya. No por nada dicen que por cada economista existe otro igual, pero opuesto, ¡y ambos están equivocados! Reconocer esto debería servir como baño de humildad. De ahí uno de sus singulares anhelos: «Sería estupendo que los economistas lograran que se les considerara como personas modestas y competentes, como a los odontólogos».
Keynes fue, en efecto, una fuerza arrolladora de la naturaleza difícil de clasificar. Encapsuló decenas de vidas en apenas sesenta y dos años y dejó un «cadáver ideológico muy incómodo», que muere y resucita al influjo de las fluctuaciones cíclicas de las economías.
La voz en off de esta potencial película se apaga y mi mente comienza a viajar. Éramos el cantinero bien dispuesto, la elegante pareja apática y yo [dentro del cuadro Noctámbulos de Edward Hopper]. Y unos pasos al costado, una torre de dos metros encorvada que no encontraba acomodo en el asiento. Formidable bigote, ojos color avellana y labios carnosos. El mismísimo John Maynard Keynes había llegado a nuestro lugar de encuentro favorito.
—¿Es cierto que usted dijo que el amor es lo primero, la filosofía lo segundo, la poesía lo tercero y la política ocupa el cuarto lugar? —pregunté sin saludar—. Me resulta llamativo, viniendo de uno de los economistas más célebres de todos los tiempos.
—No me definiría así, extraño caballero. De hecho, dediqué apenas ocho semanas al estudio de la economía. Mi inclinación natural, como estudiante, fue hacia la matemática. Luego mis intereses desbordaron ampliamente ese terreno. Me dediqué a la filosofía, a la especulación bursátil y a la política. También fui empresario, promotor de artistas y coleccionista de arte, libros y manuscritos antiguos. Tengo cuadros de Picasso, Matisse y hasta documentos del mismísimo Isaac Newton. Pero volviendo a la economía, y para serle sincero, creo que su estudio no requiere ninguna dote especializada de un orden desacostumbradamente superior. ¿No es intelectualmente considerada una materia verdaderamente fácil comparada con las ramas superiores de la filosofía y la ciencia pura?
—Si usted lo dice…
—Ojo, tampoco me malinterprete. También creo que el economista, para ser bueno, debe poseer una rara combinación de dotes. Debe ser en cierto grado matemático, historiador, estadista y filósofo. Debe ser simultáneamente intencionado y desinteresado; tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista y, sin embargo, en algunas ocasiones, tan cerca de la tierra como el político. Las dos cosas pueden ser ciertas al mismo tiempo.
—No lo dudo, pero más allá de los temas de la economía y los economistas, me interesa su crítica al libre mercado y al capitalismo del laissez faire. Indagando sobre el liberalismo descubrí que dista mucho de ser un cuerpo homogéneo, pero igualmente me sorprendió encontrarlo a usted también entre sus filas.
—¿Por qué motivo?
—Por su encendida defensa de la intervención del Estado en los asuntos económicos.
—Lamentablemente, el devenir de los acontecimientos me demos¬tró muy temprano que la civilización capitalista era considerablemente precaria y que el progreso no era automático, como parecía deducirse del ambiente reinante antes de 1914. Todo lo que sucedió después tiró por la borda la creencia de que la estabilidad y la capacidad de recupe¬ración del sistema de mercado estaban garantizadas. Luego de visitar la Rusia soviética en 1925, deduje que el capitalismo, para sobrevivir, no debe alcanzar un éxito meramente moderado, sino inmenso. Y eso requería depurarlo de sus propios excesos e inmoralidades, porque en muchos sentidos, el capitalismo, en sí mismo, es extremadamente censurable. Por eso mi meta fue promover una suerte de revolución pasiva del capitalismo, de forma de ayudar a hacerlo más eficiente, estable y humano. Una vía intermedia, si así lo prefiere.

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