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Adelanto exclusivo: “Zitarrosa en vivo”

Adelanto exclusivo: “Zitarrosa en vivo”
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En el marco de la colección “Discos” (Editorial HUM), se acaba de publicar el libro “Zitarrosa en vivo”, del periodista de esta casa Mauricio Rodríguez. A modo de adelanto exclusivo, compartimos la primera parte del libro.
El libro es un recorrido por la vida y la obra de Alfredo Zitarrosa a partir de las canciones que componen el LP que registra el concierto que dio en el estadio de Obras, en Buenos Aires, en 1983. Tal como nos tiene acostumbrados, Mauricio Rodríguez revisa con rigor y con pasión el vasto archivo existente sobre el cantautor, así como su legado artístico, con el objetivo de señalar la importancia histórica de aquel recital (el primero que daba en el Río de la Plata después de años de exilio). Analiza los aspectos musicales y refiere a las canciones que le dieron forma, a la vez que intenta rescatar y transmitir las ideas y el pensamiento de don Alfredo. De este modo, el autor busca mostrar al hombre que reflexionaba seriamente sobre la realidad social y se comprometía con ella. Pero tiene otro objetivo: tratar de comprender los sentimientos del cantautor en el exilio y medir los efectos que este tuvo en su vida y legado artístico. Los lectores encontrarán en estas páginas una contribución importantísima a la bibliografía existente sobre uno de los más grandes autores e intérpretes de la música uruguaya y latinoamericana.
Es viernes 1 de julio de 1983 y Alfredo Zitarrosa está parado, con su eterno traje oscuro, sobre las tablas del escenario del legendario Estadio Obras. Luego de mucho tiempo se apresta a volver a actuar en Buenos Aires. El público, que colma el recinto, comienza a gritar “¡Uruguay! ¡Uruguay!” en forma ensordecedora y Alfredo, atravesado por una emoción que lo desborda, se limita a observar. El exilio que lo alejó de su país siete años antes se está acortando y en algún lugar de su interior resuenan esas estrofas que tantas veces cantó – y esa noche repetirá – que dicen que desde el fondo del tiempo vendrá otro tiempo y que el sol finalmente brillará. Las horas inertes de exilio en España y México comienzan a quedar atrás. Sobre el escenario lo acompañan los músicos Naldo Labrín, Alfredo Gómez, Alberto Coria y Alejandro del Prado. Habían sido convocados “de apuro” y los instrumentos no estaban en su momento óptimo, por lo que debieron acudir a los servicios de un luthier. Alfredo observa a su alrededor y luego de unos minutos les habla a los presentes, muchos de los cuales viajaron especialmente desde Montevideo para verlo y escucharlo una vez más y están allí, sentados en las gradas del Estadio Obras: «Queridos hermanos, queridos hermanos uruguayos, queridos hermanos argentinos, queridos hermanos quienes no sean uruguayos ni argentinos. Muchísimas gracias”. Eran tiempos de tensión política y social y los organizadores de aquel recital llegaron a recibir alguna llamada en tono de amenaza. En los días previos, las calles de Buenos Aires lucieron unos afiches con los detalles técnicos del evento. De aquellas noches, del 1 al 3 de julio de ese 1983, quedó un registro que se editó bajo el sello EMI en un disco llamado “Zitarrosa en Argentina”. En la tapa, junto a la imagen de un Alfredo sonriente, se incluyó una de las frases que dijo aquella noche: “La ausencia ha sido larga. El exilio es duro. Mi canción tiene una sola razón de ser: son ustedes”. El disco sería reeditado en Uruguay por Orfeo en 1986 con el título “Zitarrosa en vivo”. Las páginas que siguen se detienen en las canciones de ese álbum, cuentan cómo nacieron, qué hacía Alfredo en los tiempos en que las escribió o las tomó prestadas para sumarlas a su repertorio. Y también cómo lo acompañaron en su largo exilio. Y son, a la vez, una excusa para contar aquel derrotero y qué sucedió, en paralelo, en esos mismos tiempos tumultuosos en la música popular uruguaya.
Tuve varias veces a Alfredo Zitarrosa enfrente. Y he compartido estos recuerdos más de una vez. Siendo adolescente, yo ayudaba a mi padre, que fue “canillita”, a repartir diarios en Malvín. Le llevábamos diarios, revistas y semanarios a su casa, en la calle Almería. Era mediados de los ’80 y Alfredo había regresado poco antes de su exilio. Me recibía y cuando agarraba el diario sonreía con un “¿cómo estás, guri?”, con esa voz única, como de otro tiempo, que portaba. “Voz de otro”, como lo bautizó una vez en Salta el poeta Manuel Castilla. Solía ver a Alfredo al pasar – a veces regando el jardín, a veces jugando con la perra – y de a poco fui pegando aquel tipo sencillo y amable con la imagen de héroe musical que la comarca empezaba a construir a su alrededor. Un día un grupo de amigos que frecuentaba el desaparecido bar «La red» – la «competencia» en Malvín del legendario Michigan – organizó una reunión nocturna. Y Alfredo fue invitado. La excusa fue que un grupo de folklore en formación quería mostrarle su arte con la esperanza de que los apadrinara. Era invierno y una lluvia endemoniada repicaba en los techos de Malvín. Como a las diez de la noche sonó el timbre y él apareció en el umbral, empapado y recortado contra el chaparrón. Lo primero que hizo, luego de saludar a todos, fue encender un cigarro. Uno de muchos. Un rato después un inesperado corte de luz transformó aquello en un serpentear de velas y un bullicioso montón de sombras entre las cuales circuló una generosa cantidad de abrazos, recuerdos y vino. Alfredo reía y fumaba. Y fumaba y reía. Sobre la madrugada, alguien (quizás más acicateado por el vino que por una supuesta amistad con Zitarrosa), le dijo «maestro, ¿por qué no se canta una?». Se hizo un silencio incómodo. Alfredo (que no había dejado de suceder cigarros encendidos en su boca en toda la noche), sonrió apenas entre el humo, carraspeó como invocando un demonio, y enseguida empezó a cantar a capella «Stefanie». Aquellos minutos fueron y son de los más emotivos e intensos que recuerdo. Es parte de las mejores partes de mi adolescencia. Fuimos un silencioso grupo de hombres y mujeres, de todas las edades, hipnotizados en la noche por un decir que anuló la tormenta. Allí estaba Alfredo, como un fantasma entre las velas, los ojos cerrados y cantando su historia de amor incompleta con una voz de trueno. Un alma partida cantando dolor, un hechizo suave como un ave y potente como un rayo. Para mí, desde esa noche, y para siempre, Alfredo fue, es y será el ilusionista, el maestro de ceremonias de algo que es de todos. Uno ya no es el mismo cuando se choca contra tremenda muestra de estrofas desgarradas. Poco después Alfredo le regaló a mi padre el vinilo de «Guitarra negra». «Recién me lo dieron», le dijo y le entregó el disco que mi viejo aún conserva, como una espadilla guardiana de sus recuerdos.
Su exilio había terminado poco antes, luego de estar ocho años fuera del país. Unos meses después reflexionaría en una entrevista: “Yo fui el último en irme al exilio y el primero en regresar. Me fui en febrero de 1976 y regresé al sur en junio de 1983. Al Uruguay en marzo de 1984”. Su camino de cantor entraba en una nueva etapa. Volvería a actuar en Uruguay, en un multitudinario acto en el Estadio Luis Franzini, y también en el Estadio, en un masivo reencuentro con su público.
Su camino en la música agregaba así un nuevo e inolvidable eslabón. Su vínculo con la canción se había iniciado más de 20 años antes y el rastro que lleva hacia sus orígenes es sinuoso. En más de una oportunidad Alfredo se refirió, no sin cierto pudor, a lo que habían sido sus primeros años de vida. En una entrevista con la periodista María Esther Gilio en 1974, para la revista Crisis, comentó cómo vivió su infancia y adolescencia: “Mis tíos, mis maestros, me adoraban. Yo era una especie de niño prodigio que escribía lindas composiciones y cantaba. Mi tía, a la que llamaba mi mamá de Uruguay, porque me había criado, me mandaba a la escuela con las túnicas tiesas de almidón y los zapatos muy lustrados. Parecía un niño rico. Yo era un niño complicado. Me recuerdo a mí mismo a los siete años, pensando en lo extraño que resultaba que de la unión de mi madre y mi padre hubiera nacido yo y no otro; Me parecía maravilloso”.
Muchos años después, en 1987, en una nota con el escritor Mario Delgado Aparaín, hizo un repaso más detallado de su infancia y todo lo que sucedería después. “Desde muy joven he sido un tipo muy carenciado”, le confesó Alfredo. “Desde muy niño, es decir, toda la vida. Como que detrás de mí no hay nadie, ni siquiera treinta y tres gauchos, como diría Onetti. Y esa necesidad de autoconfirmación no es nada más – ni nada menos – que la consecuencia de esa realidad. Yo me crié solo prácticamente… No tuve una familia orgánica, un padre, una madre, un hogar. El otro día hacía la cuenta y a los 50 años comprobé que había vivido en 26 lados distintos. Sin contar hoteles y pensiones. Uno ha pasado la vida cantando, en viajes de trabajo. Así que es un promedio de dos años por vivienda. No se puede decir que haya tenido un hogar, una familia, excepto la que tuve con mis hijas y mi mujer, con quienes también, por razones de trabajo y de orden político, anduvimos de un lado para el otro. Siempre anduve a la búsqueda de mí mismo y eso implica observarse”.
El escritor Enrique Estrázulas escribió una vez sobre cómo Alfredo fue templando, en ese contexto que mezcló música con familia, amigos y política, su sentido de justicia y un espíritu casi en “permanente reflexión”: “Una infancia y una adolescencia amargas, una juventud asiduamente atormentada, formaron su carácter donde subyace la marca a fuego de experiencias vitales. El hombre, más que el cantor, muestra una tendencia natural a la cavilación ante el simple y diario espectáculo del mundo. Lo irritan la injusticia y la hipocresía, la arbitrariedad y la pobreza. Todo esto está claro en muchas de sus canciones. Y, sin embargo, mantiene intacto un principio de índole humanística que lo detiene siempre en el convencimiento de que ‘toda la gente sirve”.
Según contó más de una vez, en la casa de Alfredo se escuchaba mucha radio. A través del receptor se acercó al repertorio de los músicos mexicanos y la música española. Entre ellos a Angelillo, a quien años después conoció personalmente en la casa de una prima hermana de su madre, “una mujer muy rica”. El canto, según dijo una vez, “estuvo” con él desde niño. En una entrevista realizada en 1984 por Jorge Migliónico, Alfredo reconoció que le gustaba cantar “desde chico”. Cuando tenía seis años su madre lo llevaba a visitar a los vecinos para que les cantara (“me exhibían un poco”, comentó). En cuarto año de escuela una maestra, Esmeralda Iralde, “un ser maravilloso”, que lo quería mucho, le enseñaba biología y lo estimulaba tanto para escribir como para que el pequeño Alfredo se comprara un microscopio “para estudiar citología”. “Por esos años cantaba porque me gustaba, tenía una vocecita bien afinada y formaba parte del coro y eventualmente hacía el solo en el Himno Nacional o en (la canción) ‘Mi bandera”.
Más adelante, en su adolescencia, su primer trabajo fue como ayudante de un vendedor ambulante, a las órdenes de un hombre de apellido italiano que vendía un detergente – “Brillasol” – para “desengrasar overoles”. Alfredo lo recordó como un “precioso tipo” que “se ganaba la vida engañando a la gente”. Salían juntos a la calle y Alfredo cargaba una valija en la que trasladaba cinco pesados paquetes de “Brillasol”. Eran los tiempos del liceo, en los que aprendió a jugar al billar y se tomó las primeras copas en un boliche de Colonia y Paraguay.
Según Estrázulas, “el campo fue el paisaje de su infancia”. El escritor anotó en su libro “Zitarrosa: cantar en uruguayo” que Alfredo conocía las costumbres de los hombres de “tierra adentro”. “Sabe dialogar con ellos, se inquieta por sus caballos, sus guitarras, sus taperas, sus hijos. La ciudad ha velado – junto a varios años de locución radial – su acento campesino. Pero no ha perdido las costumbres del paisano que, en el fondo, todavía vive en él: toma mate amargo, bebe caña fuerte, fuma tabaco negro, juega al truco. Siente un amor incontrolable por todo tipo de animal: lo puede conmover desde un perro hasta una araña, desde un mirlo hasta una hormiga”.
En la primavera de 1986, en una entrevista con el periodista Alberto Silva, Alfredo pareció enumerar, como en una serie de postales, todo lo que añoró durante el largo exilio que vivió. Desde los boliches hasta las playas y la gente.

– Estuve ocho años y pico fuera del país y no pienso irme. De acá no salgo nunca más; me podrán sacar muerto, pero yo no me voy más de este país – dijo ante Silva, apoyados en una mesa pequeña con un grabador, un mate “amargo y caliente”, una caja de cigarros y un encendedor. “Es sin dudas un gran país. Un hermoso país el nuestro. Más allá de la dictadura que hemos padecido todos, los de adentro, los de afuera, y los de más adentro. Hoy mismo es un maravilloso país que todos amamos. (…) Llegar a Montevideo y ver estas playas, tratar con nuestra gente, encontrarte con nuestros árboles, con nuestros gallegos, con nuestros taxímetros y nuestros boliches, con nuestras huertas, con nuestros vacunos y nuestros ovinos, es materia de alegría para quien ha llegado después de muchos años de estar afuera, como yo”.
Iniciaba entonces una nueva etapa con la música y, sobre todo, con el público. Su público. El mismo que escribió “Gardel era francés. Zitarrosa es uruguayo” en una pintada en las paredes del Cementerio Central, poco después de su fallecimiento, en enero de 1989. Una etapa que tuvo sus primeros trazos a mediados de los 60.

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