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Aquel señor atildado por Hoenir Sarthou

Aquel señor atildado por Hoenir Sarthou
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El sábado, al enterarme de su muerte, me invadieron sensaciones contradictorias. Pocas horas después recibí el llamado de Alfredo. «Mirá que adelantamos la salida», me dijo, «Salimos el jueves con un número de homenaje a Seregni, así que andá pensando algo»

Desde ese momento mi confusión fue en aumento, al punto que hoy -martes de noche- sentado frente a la computadora, sigo tratando de ordenar las ideas y sentimientos que me rondan desde hace días.

En primer lugar, una confesión: en los últimos veinte años discrepé muchas veces con Seregni. Así, no compartí su estrategia de salida de la dictadura, que se concretó en el «Pacto del Club Naval», se plasmó en el Acto lnstitucional No. 19 y derivó luego en la «Ley el de Impunidad». Sigo creyendo que la forma en que salimos de la dictadura tiene mucho que ver con ciertas debilidades congénitas de nuestra actual institucionalidad democrática, como la corrupción, y también con ese difuso descreimiento que hemos padecido en estos años todos los uruguayos, en espacial los más jóvenes.
Tampoco compartí la centralidad que les adjudico a las organizaciones políticas en el último período de la dictadura y en los primeros años de democracia, cuando en realidad fueron las organizaciones sociales y la sociedad civil toda, nucleada en mil formas creativas, las que protagonizaron las primeras luchas eficaces en pro de la apertura democrática. Para terminar, no compartí nunca su visión del Ejercito como una institución necesaria en un país como el nuestro.

Todo esto me daba vueltas en la cabeza desde el sábado. Pero al mismo tiempo me sentía triste, como si algo, tal vez un tiempo antiguo y querido, se hubiera terminado para siempre. No tuve más remedio entonces que remontarme en la memoria. Recordé aquel caluroso 26 de marzo de 1971, en que yo, vestido de traje (increíblemente ese día tenía un cumpleaños de quince), me subí a un camión que salía del Liceo Larrañaga (Fernán Pucurull para los íntimos) para ir a la explanada municipal, al acto inaugural del Frente Amplio. En ese momento no lo sabía, pero oscuramente intuí que estaba presenciando un hecho histórico. Esa noche, trepado a la reja de una galería, en pleno 18 de Julio, oí hablar en vivo por primera vez a Zelmar Michelini y ví, también por primera vez, a Líber Seregni. Me pareció extraño que el nuevo líder de la izquierda fuera aquel señor morocho y atildado, de bigotes oscuros, prolijamente engominado, dueño de una voz fina y no demasiado estentórea. Me llamó la atención el contraste entre la oratoria incendiaria y torrencial de Michelini y la suya, mesurada, serena y -para mis fervientes quince años- casi desapasionada.

Después vino la campaña electoral. Yo también me compre entera la propaganda del Frente Amplio. Yo también pensé que había «nacido una esperanza». Yo también creí que ganábamos. Y me decepcioné hasta las lágrimas, en la madrugada, cuando la televisión me dijo que Pacheco Areco había ganado las elecciones. Pero a esa altura Seregni ya era Seregni. El hombre que, sereno y sin despeinarse había recorrido de punta a punta, había sufrido insultos y algún atentado y seguía tranquilo, dispuesto a recomenzar la lucha. Creo que, sin darme cuenta, había empezado a sentirlo como una fuerza serena que respaldaría mi juventud impaciente.

Apenas tres años después vino el Golpe de Estado. Yo estaba en la multitud y no lo vi, pero supe que el 9 de julio de 1973 Seregni encabezaba la manifestación por 18. Nos corrieron, nos apalearon, nos gasearon, pero volvimos una y otra vez a 18. Cuando todo terminó, Seregni estaba preso. Después salió y se quedó en el país. Previsiblemente, volvieron a encerrarlo. Esta vez por casi diez años. Su prisión -como la de tantos otros­ fue durante mucho tiempo un compromiso moral para todos nosotros, por ejemplo, cuando el voto en blanco de 1982.

Supongo que no necesito seguir contando. En 1984 Seregni salió de la cárcel y fue el hombre de la negociación y la concertación, el hombre con el que discrepé y me enojé. El dirigente con el que -como tantos otros de los actuales redactores de «Voces”- me entrevisté varias veces, por razones periodísticas o políticas.

Claro, en todo ese tiempo yo había crecido. Ahora ya no lo veía solo como un señor sereno y prolijo. Supe que era un hombre engañoso. Descubrí que bajo su apariencia calma y casi inocente se escondía un estratega decidido y un hábil operador político. Creo que esas condiciones le permitieron mantener unido al Frente durante tantos años difíciles, antes y después de la dictadura.

Tengo que terminar este articulo y todavía no logré decir lo que verdaderamente quiero decir. Porque está también su condición de hombre honesto e incorruptible esa dignidad cívica que respiraba en todos sus actos. Y esa curiosa apariencia, mezcla de anciano dulce, político mañoso y militar disciplinado. Y el afecto constante por su familia, el coraje con que ordenó su testamento político cuando supo que se moría.

Claro, son muchos años. Más de treinta años durante los cuales Seregni, en la coincidencia o en la discrepancia, en la admiración o en la rabia, marcó mi vida. Son demasiados años y demasiada historia. Por eso ahora, cuando enfrenta el ultimo misterio, prefiero olvidar por un momento al militar y al político, al estratega y hasta el ciudadano. Tal vez sea todavía demasiado pronto para juzgar la huella que dejo en esos planos.
Prefiero decir y decirme que, cuando muere un hombre con su grado de compromiso, el mundo y todos los que lo habitamos somos un poco más pobres.
Publicado en el primer número de VOCES el 5/8/2004

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