Calles del alma
En la última Semana Santa, el hombre y su familia se tomaron unos días de vacaciones. Eligieron para disfrutarlos un pequeño balneario de la costa rochense: Aguas Dulces. El sitio ideal para dar largos paseos a la vera del mar o, a la tardecita, caminar sin rumbo fijo por sus callejuelas de tierra, entre jardines todavía floridos y árboles que comenzaban a teñirse con los colores del otoño.
Durante uno de sus habituales vagabundeos, el hombre tomó nota, no sin cierta admiración, de los nombres de las vías por las cuales pasaba: De Las Mareas, Los Berberechos, Noctilucas, Estrella de Mar, Los Caracoles, Corvinas, Las Palmeras, Las Acacias, Los Ceibos, Calandria, Hornero, Gaviota… Quienes crearon el nomenclátor de las calles del pueblo se basaron en el paisaje, la flora y la fauna locales, lo que le agrega un toque con resonancias de poesía de la naturaleza al paraje, se dijo.
Aquel paseo le deparaba, empero, una nueva sorpresa. Caminaba por Arenas Doradas cuando, al llegar a una esquina, torció hacia el lado desde donde el océano soplaba su aliento salino sobre la tarde de fines de marzo. Era una calle corta, de no mucho más de doscientos metros. Cuando los hubo recorrido casi hasta el final, se topó con un cartel que, con explicación incluida, ponía el nombre del camino por el que transitaba: “Callecita Don Homero. Amigos recuerdan a un vecino ejemplar”.
Nada más lejano de los héroes, mártires y próceres. Un sencillo hombre de pueblo, amable, siempre dispuesto a dar una mano a sus vecinos. ¡Y qué hermosa forma de tenerlo presente! Seguro que los que tuvieron la fortuna de conocerlo, al pasar por allí, rememoran con cariño alguna anécdota que lo pinta de cuerpo entero. Y los que no, pueden, como el hombre, imaginarse al personaje.
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Frente al cartel, le vino a la mente la idea. A él también le gustaría poder realizarles un homenaje similar a algunos de sus vecinos de antaño. Y ya que no le fue dada la potestad de nominar las calles de la ciudad en la que creció, podría llamar a las del mapa de su alma con el de aquellos hombres y mujeres que, durante su infancia en Mercedes, dieron pruebas de que eran seres humanos excepcionales. Así, por ejemplo, en lo profundo de su ser habría una avenida Mario y Alicia Retamosa (quienes organizaban cumpleaños colectivos en el patio común de los apartamentos donde se crió; en verano asomaban la única televisión que por entonces había en el barrio por la ventana de su cuarto hacia el mismo patio, que se transformaba en una suerte de cine al aire libre para disfrute de la vecindad; y se llevaban a los niños del lugar a la playa o a los campamentos que levantaban en verano al otro lado del río Negro, cuidándolos igual o más que a su propio hijo); otra llevaría el nombre de Juan Carlos Acosta Argerich (quien organizaba excursiones para seguir a la selección de Soriano en los míticos campeonatos del Litoral de aquel entonces, y un buen día se apareció en su casa para pedirle a su mamá que le permitiese llevarlo, sin cobrarle un peso, a varios de aquellos cruces futboleros contra fraybentinos, sanduceros y salteños; una experiencia que lo marcaría para toda su vida); y aún una tercera recordaría a doña Irma Ayala (la señora que los cuidó durante años a él y a su hermano).
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