Con perfume de rosas
En los últimos años, el grafiti ha tenido un desarrollo importante en Montevideo. Al hombre le llama la atención esta expresión artística. Le resulta curiosa la forma –rayana con el hecho sobrenatural– en que aparecen algunas de estas pinturas sobre la curtida piel de la ciudad. Un día no hay más que una fachada, una pared, o el portón o cortina de un garaje o comercio y, de la noche a la mañana, se puede ver estampada sobre su superficie una explosión de formas y colores.
La mayoría de las veces, le parece intuir que quien produjo ese estallido es un o una joven aspirante a artista. Así las cosas, aunque el resultado estético no lo convenza del todo, no es raro que aquellas inusitadas presencias le provoquen un sentimiento de simpatía.
Empero, a ocasiones, una de estas manifestaciones pictóricas le resulta más atractiva que el resto de las de su género. Hace un tiempo se topó con una de ellas.
Durante más de una década vivió en la zona aledaña al barrio Sur, así que conocía el sitio. En la calle donde tuvo lugar el suceso, siempre hubo una serie de casas sin mayor atractivo. A algunas de ellas hasta las reciclaron, pero ese tipo de intervención no cambió para nada el tono agrisado del conjunto. Hasta que aconteció lo que aconteció.
Se dirigía al supermercado y paró en el kiosco a comprar el diario. Entonces, con el rabillo del ojo, le pareció notar un cambio en la vereda de enfrente. Volvió la vista hacia allí y quedó al borde de un agradable pasmo.
Era como si hubiesen cubierto la fachada con una tela que lo dejaba perplejo. Los pensamientos que le generaba la experiencia acudían a su mente en borbollón. ¿El artista callejero había pintado su obra sin el consentimiento del propietario de la vivienda? Y si así hubiese sido, ¿cómo se habría sentido el dueño al levantarse a la mañana siguiente de la aparición y descubrirla sobre el frente? También era posible que quien vivía en la casa hubiese comisionado al grafitero para que la “iluminase”. En este caso, demostraba cierta valentía al transformar su domicilio en un foco de atracción para todas las miradas de los vecinos y viandantes que por allí pasasen. Porque la obra, gustase o no, en todo caso llamaba la atención por su barroquismo.
Fuese como fuese, se dijo, aunque para algunas sensibilidades pudiese ser catalogada hasta de kitsch, a él le resultaba un brote de color perfumado de rosas en medio del asfalto. Uno de esos humildes milagros que, de cuando en cuando, suelen provocar quienes cultivan el demiúrgico oficio de las artes plásticas.
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