La investigación sobre arte uruguayo es una de las graves ausencias en los estudios académicos de la Udelar. No existe una licenciatura en artes visuales, solo una cátedra en Facultad de Humanidades y Ciencias de Historia del Arte a cargo de Didier Calvar, licenciado de alto nivel formado en el exterior, dedicado a un programa imposible de cumplir por su amplitud y variedad temática. Calvar es una personalidad que debería tener mayor incidencia en el escenario artístico nacional por su excepcional conocimiento y capacidad profesional.
Rosana Cerrete, directora del Cabildo de Montevideo, es la tenaz hurgadora del pasado artístico uruguayo acompañada de un equipo que revisa y digitaliza el inventario de su extraordinario acervo y revela maravillas históricas no conocidas de Juan Manuel Besnes e Irigoyen y muestra creadores ignorados o poco difundidos.
Tras las líneas bárbaras, de reciente inauguración en la sala superior del Cabildo, forma parte de esas tareas. La curaduría pertenece a Marco Tortarolo, eficaz integrante del equipo. Es la encantadora revelación de dos pintores uruguayos. Uno, anónimo, de la mitad del siglo xix se iguala al argentino Cándido López (1840-1902) en la técnica y composición, en la visión panorámica desde lo alto. López, soldado en la infame guerra de la Triple Alianza (1865-70), perdió el brazo derecho y aprendió a pintar con la mano izquierda paisajes panorámicos de las batallas, soldados y caballería en miniatura, con figuras de hasta tres milímetros, realizados al óleo con pincel de un solo pelo, pormenores de trajes y banderas de los cuatro países participantes en prodigiosa expresividad que permanece intacta en su conservación y hermosura.
El pintor anónimo uruguayo con un estilo exactamente igual al de Cándido López pintó otras batallas: Ituzaingó, Sarandí, acciones en Las Piedras, Cerrito, el Cerro contra españoles y portugueses, empleando la acuarela que no permite, por la escasa densidad del medio trasmisor, la precisión del óleo, pero igual consigue representar las diminutas figuras como buen conocedor del ejército y (acaso en su condición de soldado) lograr composiciones con sentido rítmico sostenido e identificar a cada uniformado en asombrosa frescura del color.
Esas joyitas de la época conviven con otra revelación. Gabino Monegal (1846-1906), cartógrafo destacado y militar firma, en plena adolescencia, vistas a lápiz y acuarela —plano de Maldonado, Teatro Solís (1864), Plaza Constitución y la veduta del Cerro de Montevideo— con sorprendente gracia y espontaneidad naïf, artista que Tortarolo se arriesga, sin mucha convicción, a considerar que es el mismo pintor anónimo. Hay, sin embargo, un talante diferente en la transparencia de la mancha y el refinamiento del color. De cualquier manera, el arte nacional reconquista un pasado desconocido, como lo fue Besnes e Irigoyen, aunque aún se resiste al reconocimiento, en silencio, y considerarlo el primer pintor uruguayo. La historia del arte nacional necesita escribir otra versión.