Yuxtaposiciones parece un nombre poco inspirado para la muestra de Marcelo Legrand (Montevideo, 1961) en el Museo Blanes, aunque las telas no desmientan esa ocasional tarea de trabajar las obras recientes.
Conocido en sus comienzos como dibujante, asistió a los cursos de Héctor Sgarbi en el Círculo de Bellas Artes, pero también amistó con Manuel Espínola Gómez, Américo Sposito y Ernesto Aroztegui, maestros con los que mantuvo dilatadas charlas que supo aprovechar para ampliar los conocimientos. Surgió al escenario público en la década del 80 con una serie de grafitos sobre papel, rostros ovalados, en lenta acumulación de pequeños trazos con especial deleite hasta cubrir la casi la totalidad de la composición en un registro de sombría atmósfera cercano al expresionismo. En los años 90 dejó atrás la figuración. Desató la oprimida expresión abstracta de aquellos rostros, al invocar tensiones de planos y líneas geométricas angulosas y cortantes, composiciones sobre papel, dramáticos embates en blanco y negro.
Pasó a residir en Caracas durante tres años en épocas en que la capital venezolana era un importante centro de arte contemporáneo, y al volver al país ya se había apropiado del color y del grabado. Viajó becado por Alemania, extendió sus investigaciones en Francia, Italia y Estados Unidos. A sus exposiciones individuales ya efectuadas en Montevideo y colectivas que saltaron a Buenos Aires, agregó otras similares en los países visitados, donde demostró su firme personalidad juvenil.
Con el nuevo milenio, el dibujante se apodera del color y lo hace estallar en todo su potencial cromático y expresivo. Manchas, trazos, líneas se codean y alternan en imágenes fuertes, chocantes en plurales colores que al principio presentan un ritmo de mesurada agitación que poco a poco se encrespan, adquieren energía volcánica, estallidos violentos de materia disparada en todas direcciones, pero obedientes a una idea que fluye y atrapa en el instante mismo del pensar. La coherencia de su estilo exasperado, por momentos excesivo, de espesor matérico, aunque de íntima coherencia estilística, similar a los anteriores, pero, no obstante, siempre diferente. Es que la energía que proyecta en cada muestra, según pasan los años, las dimensiones de los elementos interiores se modifican, se empequeñecen, se achican, se convierten en minúsculas partículas congregadas en zonas múltiples y expansivas que buscan claridad y contraste con el fondo liso en sosiego meditativo, y pasa de inmediato a enroscarse en un enredado laberinto interminable de enfurecidos contrastes, admitir un sesgo irónico o festivo de luminosidades, ir de lo diminuto a lo grande, como lo hizo en tiempos de dibujante, una condición que nunca abandonó en sus cuadros rigurosamente concebidos. También la pintura, como el dibujo, es para Legrand una manera de pensar, de infiltrar en la complejísima red de la variadísima paleta los conflictos personales y recoger los rasgos del nerviosismo e intranquilidad de la civilización actual. La violencia neuronal, diría el filósofo Byung-Chul Han.