Soy parte de esa generación que creció durante la guerra fría.
Soy de los que teníamos una ideología globalizadora que no excluía
ningún aspecto de la vida por menor o insignificante que fuera.
Teníamos criterios para pensar, divertirnos y hasta formar pareja.
Solo nos juntábamos con aquellos que tenían pensamiento afín.
La democracia era burguesa, la religión un opio, la familia opresora.
y la guerra era la continuación de la política por otros medios.
Los otros no eran adversarios, eran enemigos irreconciliables.
No había grieta, existían distintas trincheras, pero muy profundas.
Sabíamos todas las respuestas, poseíamos la verdad revelada.
Y la vida nos dio tremendos porrazos, con sacudón de neuronas.
Aprendimos a charlar con otra gente, con otras visiones del mundo.
Experimentamos que se pueden compartir valores con los distintos.
Entendimos que las ideas no se imponen a la fuerza y que sabia
fue aquella frase de Unamuno: “vencereís pero no convencereís”.
Entramos a valorar la honestidad por encima del color partidario.
Y que muchos cacarean posturas que luego no avalan con hechos.
Y recordamos que certero fue el Ñato Fernández Huidobro cuando
nos dijo, allá en el 2006, que a muchos compañeros de izquierda se
les puede pedir la vida, pero no el auto prestado ni cincuenta pesos.
Entendimos que la solidaridad no tiene dueño y que es muy diversa.
Que nos puede sorprender desde nuestras antípodas ideológicas.
Y que el refrán de “hablando la gente se entiende” es muy vigente.
Es claro que no somos todos iguales y la diferencia nos enriquece.
Nos vamos a seguir enfrentando muy duro dialécticamente, porque
tenemos pensamientos y caminos distintos para cambiar al mundo.
Y nos vamos a calentar mucho esgrimiendo argumentos y posturas.
Pero por suerte, nosotros los de entonces, ya no somos los mismos,
y hoy me puedo sentar a comer un asado con mis amigos “fachos”.
Alfredo García
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