Giros
A lo largo del año, el hombre pasa varios días en la casa de sus suegros, en Rivera. Una de las cosas que más disfruta del lugar es el patio. Allí, sentado en una reposera, en compañía de un buen libro, transcurre casi todas las tardes de su estancia. Entre capítulo y capítulo, suele descansar la vista elevándola al cielo o contemplando las plantas y los varios árboles que crecen en el jardín. Dado que su trabajo está vinculado con la docencia, sus visitas siguen el calendario escolar y, por ende, el giro de la Tierra en torno al Sol. Verano, vacaciones “largas”; otoño, Semana Santa; invierno, vacaciones de julio; primavera, receso de la estación florida.
A pesar de haber sido testigo de aquel transcurso en más de una oportunidad, no había tomado conciencia de un hecho vinculado con el mismo. Hasta el pasado mes de abril. Fue en una tarde esplendorosa. Levantó los ojos de la página que acababa de leer y vio bajo una nueva luz el álamo que levanta su frondosa corpulencia al lado del paredón del fondo. A simple vista, mantenía su follaje idéntico al que lucía durante el verano fenecido unas semanas atrás. Empero, al prestar atención, pudo percibir algunos ligerísimos cambios. Unas pocas hojas comenzaban a amarillear; en el resto, aunque de manera apenas perceptible, el verde del estío había perdido intensidad. Quizá fuese porque caía en la cuenta de ello por primera vez o, a lo mejor, por algún otro ignoto motivo. Lo cierto es que, pese a que aún no había empezado a deshojarse, y muchísimo menos se hubiese quedado con las ramas peladas, de golpe, como si le mostrasen una secuencia de cuatro fotos, al hombre le pareció ver desplegarse ante sí el ciclo anual de la vida del árbol. De las infinitas potencialidades primaverales, pasando por las glorias veraniegas, a la esquelética decadencia del invierno.
Las ideas que se le ocurren producen a ocasiones una suerte de efecto “puerta giratoria”: lo transportan, de súbito, a lugares lejanos en el espacio y el tiempo. De pronto, ya no estaba en aquel patio riverense sino en una sala del Museo del Prado, frente al cuadro Las Edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien. Sin solución de continuidad, le vinieron al recuerdo una conversación con su amigo el doctor García: “A partir de los sesenta años, se nota la decadencia…”; y una clase de Historia del Arte del profesor Juan Ramón González Naranjo: “El tema de la vanitas remite al bíblico ‘vanidad de vanidades’, la fugacidad de la vida…”. En ese momento, se dio cuenta de que empezaba a invadirlo una indefinible congoja.
Justo entonces, un ruido proveniente del interior de la vivienda lo trajo de retorno a la realidad. Un instante después, se asomó por la puerta de la cocina la carita sonriente de su hijo, que acababa de levantarse de la siesta.
–Papá, papá, ¿me llevás a la placita? –lo interrogó.
–Claro, m’ hijito.
Esa misma tarde, poco después, algunos visitantes de la plaza 18 de Julio, en el barrio Rivera Chico, quizá se hayan extrañado un tanto al ver correr y jugar con su pequeño a aquel cincuentón, con más aspecto de abuelo que de padre, que hacía gala de unos bríos más propios de otra edad.
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