Hormigas allí abajo
Suspendidos sobre esta calle –antaño de los Buenos Aires, hogaño transformada en un estrecho desfiladero polucionado por el humo y el ruido de los miles de vehículos que la atormentan a diario–, les bastaría estirar un poco, nada más, uno de sus rollizos brazos para acariciarle la barriga a un cumulonimbo vagabundo o juntar un puñado de las estrellas que la noche esparce por la cúpula del cielo.
Quizá por ello, desde su impecable altura, echan una mirada risueña, casi burlona, a los transeúntes (oficinistas, ejecutivos, secretarias, personal de limpieza, mozos, gente del montón) que, allí abajo, se apresuran en un alocado ir y venir sin aparente sentido o se aglomeran en las paradas de los ómnibus para emprender un viaje con rumbo sabe Dios adónde…
Mientras ellos, en lo alto, prendidos a los racimos ubérrimos de la extraña parra que crece en torno al balcón y extiende sus vástagos hacia la cornisa, han de escuchar esa música silente que, venida quizá de una nube entre cuyos algodones se oculta una orquesta de angelotes caídos y sin alitas (sus primos lejanos, se podría especular), los hace bailar una pueril ronda en honor de Baco.
Los rigores del devenir de las estaciones poco y nada significan para ellos. Disfrutan su existencia exponiendo su desnudez sin vergüenzas hipócritas: están en este mundo para disfrutar, a qué negarlo. Regordetes, pícaros, divertidos, irrespetuosos, inocentes, sobrevuelan los mundanales avatares de los que se agitan a ras de tierra, tan lejos y tan cerca.
Parado en la vereda de enfrente, la espalda contra el muro de un estacionamiento, el hombre los espía hace un rato. ¿Lo engañó su imaginación o uno de ellos saludó sus pensamientos con una imperceptible guiñada?
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