La Casa de los Caracoles
Tenía mala fama entre los jardineros del barrio. Sospechaban estos, no sin razón, que de su exuberante parterre provenían las bestezuelas que devoraban las plantas y flores de las fincas vecinas que ellos cuidaban con tanto esmero. Por eso, con desprecio, la llamaban La Casa de los Caracoles. Aunque en más de una oportunidad fueron en comisión a quejarse, nunca los atendieron. Al retirarse, despechados, comentaban el descaro del dueño, que había puesto, sobre el dintel de la puerta, un friso que glorificaba a los bichos destructores.
No sospechaban aquellos humildes trabajadores qué razones habían motivado al hombre a transformar su vivienda en un santuario de los gasterópodos.
De acuerdo con lo que se ha podido reconstruir a partir de los fragmentarios y poco precisos relatos que aún conservan las memorias de algunos –cada vez menos– cronistas del oeste montevideano, el individuo era un particular cultor del esoterismo. Según unos, sus creencias lo llevaron a asociar la que se ve en la caparazón de los moluscos que pululaban en su propiedad a la espiral microcósmica, en la cual está inscripto el esquema de todas las estructuras de la naturaleza. Otros sostienen que incluso iba un paso más allá y entendía que en ella se reflejaba la evolución del universo entero, sus formas cósmicas en movimiento, la relación entre la unidad y la multiplicidad, en una palabra: el trazo de la mano del Supremo Creador.
No resulta descabellado, entonces, conjeturar que, al ver las conchas de los animales que admiraba, aquel excéntrico también percibiese que “enroscada en su interior, siguiendo la forma de las espirales, yace una serpiente, emblema de la sabiduría y de la eternidad”, cualidades que tal vez él pretendiese alcanzar (1).
(Ubicación: Agraciada 3753)
NOTA:
1.- La cita pertenece al Diccionario de símbolos, de Juan-Eduardo Cirlot. Editorial Labor S. A., Barcelona, 1992.
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