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La eticidad de la monstruosidad

La eticidad de la monstruosidad
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Macbeth: Siniestras, tenebrosas brujas, ¿qué traman?
Brujas: Algo que no tiene nombre
(William Shakespeare)

No es Macbeth el único trabajo en donde el célebre dramaturgo isabelino señalaba los límites del lenguaje para dar cuenta de algunos horrores. La sombra del rey Hamlet, por ejemplo, le confiesa a su hijo: “De no estarme prohibido descubrir los secretos de mi prisión, podría hacerte un relato cuya más insignificante palabra horrorizaría tu alma (…) Pero estos misterios de la eternidad no son para oídos de carne y hueso”.
La sombra de Hamlet parece cambiar el foco, y señalar la incapacidad de asimilar esos “misterios”, lo que nos recuerda al filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein que proponía, en una conferencia sobre ética, que: “si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo”. Y es que para Wittgenstein la ética (y la estética) era inexpresable a través del lenguaje, lo que lo hizo finalizar su Tractatus Lógico-Philosophicus afirmando: “De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse”.
Si parece quedar inconexa la relación entre la monstruosidad y la ética, es que usted lector no ha ido a ver Tocar un monstruo, el espectáculo escrito por Gabriel Calderón y dirigido por Gustavo Kreiman que se presenta en la Sala Camacuá.
La monstruosidad en sí, justamente, es algo que nunca vemos, que nunca se nombra directamente en el espectáculo, pero la vamos descubriendo mediante ciertas objetivaciones concretas que se expresan mediante masacres aparentemente inexplicables. Pero el espectáculo también transita por diferentes formulaciones vinculares entre el mundo adulto y el de adolescentes y niños. Y en esas variantes vinculares, atravesadas por la violencia personal e institucional, es que también se esboza la silueta de lo monstruoso.
El espectáculo nace en medio del debate que se da en un centro educativo al que concurre un estudiante que protagonizó un incidente sangriento. El diálogo entre los personajes entra de lleno en discusiones sobre los límites y las responsabilidades, individuales e institucionales, de los protagonistas. Ya en las escenas iniciales nos encontraremos ante una serie de argumentaciones que llevan al espectador a virar respecto a cómo evalúa el comportamiento de los personajes. ¿Cuán cercano puede ser un docente de sus estudiantes? ¿Puede haber confusiones que es mejor evitar manteniendo distancia? ¿Y si la carencia afectiva familiar es notoria? ¿Las instituciones deben sancionar a los estudiantes? ¿Con qué límites? ¿Cómo se abordan las situaciones de violencia?
La mera formulación de las preguntas señala los límites que, como afirma Wittgenstein, las palabras imponen a lo que se quiere transmitir. Pero lo que permite el teatro justamente es que estas preguntas no sean formuladas sino “mostradas” en el escenario. Las contradicciones y reflexiones éticas casi nunca son “enunciadas”, simplemente aparecen allí. Somos los espectadores los que nos sorprendemos de la “naturalidad” con que una adolescente recibe los insultos de su padre. Y también somos los espectadores los que pendulando hacemos nuestros los argumentos plausibles de un docente que entiende que hay que acercarse a los estudiantes, frente a otro que señala las consecuencias trágicas que ese acercamiento puede aparejar. “Yo prefiero ayudar sin ayudar” dice este último docente, proponiendo una distancia aséptica razonable, pero que no logra convencer. Como tampoco convence una dirección que pretende “proteger” a algunos estudiantes excluyendo a otros, aunque los argumentos también parezcan razonables.
Los diálogos irán transportando al espectador desde el centro educativo inicial a un country de lujo, atravesando barrios periféricos y clases sociales en un recorrido temporal que invierte el sentido yendo hacia atrás, como buscando el origen de eso que no podemos nombrar. Las objetivaciones concretas de la monstruosidad irán apareciendo como los rinocerontes en la obra de Ionesco, y precedidas por ratas como en La peste de Camus. Pero la irracionalidad aquí se desplaza desde esas objetivación de lo monstruoso al entramado social que las produce. Sin borronear los límites entre víctimas y victimarios, la obra no tranquiliza respecto al ángulo desde el que hay que observar para comprender el origen.
La propuesta teatral merodea alrededor de una monstruosidad que se entreteje en el entramado social, y para eso explicita la convención teatral. Las dos actrices comienzan narrando la génesis del espectáculo y las dificultades para concretarlo. La sobria y abstracta escenografía deviene en estructuras concretas mediante las acotaciones de las actrices, y los diálogos proponen dificultades en las que el espectador no logra tomar partido. Así, mediante un juego teatral que se muestra desnudo, las actrices sin embargo son atravesadas por las emociones que ellas mismas convocan con su trabajo. Cada vez que una pausa interrumpe el relato, para que nos propongan un nuevo espacio ficcional, vemos las marcas que se van acumulando en sus cuerpos, en sus rostros, en sus voces. Finalmente esa carga estalla ante el contacto de los cuerpos y un grito desgarrador atraviesa la escena.
Carla Moscatelli y Dahiana Méndez son dos actrices dueñas de una potencia que parece modificar el escenario. El gran éxito de la dirección de Kreiman y Sosa seguramente pasa por lograr traducir las preguntas que propone el texto en un trabajo con las actrices en que las palabras son claves, pero para transmitir mucho más que lo que “enuncian”. Una muestra más de la gran capacidad del teatro para poner en pié ante el espectador un mundo que propone preguntas que lo interpelan más allá de las salas teatrales.

Tocar un monstruo. Texto: Gabriel Calderón. Dirección: Gustavo Kreiman y Leonardo Sosa. Escenografía e iluminación: Lucía Tayler y Matías Vizcaíno. Vestuario: Joanna Bresque. Música y diseño sonoro: Patuco López y Alejandro Schmidt. Fotografía: Lu Lee. Producción: Danila Mazzarelli y Matilde López Espasandín.

Funciones: sábados 21:00, domingo 19:30. Sala Camacuá (Reconquista 575)

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.