La mirada de Torres
¿Hasta dónde la obra de un pintor y su taller tienen el poder cuasi mágico de moldear eso que llamamos “la visión del mundo” de un pueblo?, se pregunta el hombre parado en una esquina de la Ciudad Vieja, donde ha ido a parar durante uno de sus habituales vagabundeos. Sucede que desde allí, con solo dirigir la vista hacia el lado de la bahía, puede asomarse, metafóricamente, a esa zona de la producción pictórica de Joaquín Torres García y sus epígonos en la que aparecen escenas en las cuales se constata la calidad de urbe portuaria de Montevideo.
Al mismo tiempo, le parece comprender que, de alguna manera, los uruguayos en general –pero los montevideanos en particular y más notoriamente– desde pequeños y a lo largo de nuestra vida, sin llegar a ser expertos en arte ni mucho menos, adquirimos una forma de ver moldeada por el Universalismo constructivo. Acontecimiento asombroso que tiene lugar por la sola circunstancia de haber transcurrido alguna de las etapas del sistema educativo (¿quién de entre nosotros no hizo o vio pintar una lámina o un mural de inspiración constructivista bajo la guía de un esforzado docente de plástica?); o por el sencillo hecho de moverse en la ciudad (¿quién no se paró alguna vez ante una tienda de suvenires donde se acumulaban los más variados objetos, desde tazas a remeras, pasando por pósters, pines e imanes para heladera con diseños inspirados en aquella corriente estética?); para no hablar de quienes pasan a diario frente a muchas de la pinturas de artistas callejeros con idéntica impronta que colorean los muros de la ciudad, o por delante de las vidrieras de la inmensa mayoría de las galerías de arte y casas de remate donde la producción de la escuela de Torres se exhibe y se comercia sin falta; o de los que poseen materas, mates, termos, relojes, ceniceros, vasos, adornos o cuadritos estampados con reproducciones de pinturas del autor de La tradición del hombre abstracto (Doctrina constructivista).
Así, esta escuela artística se ha consustanciado con nuestra forma de ver, se nos ha metido por los ojos, literalmente. Es como si, de alguna manera misteriosa mirásemos la realidad a través de las pupilas de don Joaquín, reflexiona el hombre.
Y fue precisamente de allí, de la zona en que se halla, de donde el maestro y sus discípulos tomaron insumos para pintar, con su típica paleta, esos cuadros con casas, bares, tranvías y barcos que tanto le gustan, continúa con sus pensamientos. Además, hay otro detalle curioso, y es que, a grandes rasgos, el paisaje del sitio no ha variado tanto desde aquel ayer hasta este presente (quizá hogaño las grúas sean más grandes, los buques de mayor calado y en vez de bultos y barriles carguen contenedores, mas la esencia de lo que ocurría antaño y aquellos artistas plasmaban sobre sus lienzos se mantiene). Entonces, si se anda con ojo avizor y se hacen los debidos reencuadres con la mirada, como quien recorta una foto para resaltar un detalle, es posible descubrir en aquella suerte de galería a cielo abierto que son las calles aledañas al puerto un fragmento o incluso un cuadro entero salido del Taller Torres García.
Emprende de nuevo la marcha. Y en cada bocacalle dirige la vista hacia el lado donde el mar queda entrampado en la bahía. Cuando descubre, asomados entre los edificios, los vehículos y los viandantes, un retazo del Cerro, el espejo de agua sedada que brilla en la distancia o el brazo metálico de una grúa o la chimenea, la proa o la arboladura de alguna nave, se le pinta una sonrisa en los labios. Es que jugar a ser un constructivista lo pone de buen humor.
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