Hay ocasiones en que una medida gubernamental que se presenta como inevitable, y que por ello es apoyada por la oposición, revela los vacíos que todavía sufre la política uruguaya. La reciente aceptación del aumento de la salinidad en el agua potable que brinda OSE es un ejemplo de ello, tanto por lo dicho en su defensa como por los silencios en cuestionarla.
Como es sabido, OSE autorizó elevar la proporción de la salinidad en el agua que consumimos como una respuesta ante la sequía que padece el país. El ente estatal argumenta que para asegurar el agua en nuestras canillas, cisternas y duchas era indispensable tomarla del curso bajo del Río Santa Lucía, la que en muchas ocasiones es más salobre. La medida se presentó como inevitable, y por ello no habría responsabilidades políticas de la coalición multicolor porque los herreristas y sus aliados no provocaron la sequía. Esa condición de inevitabilidad también llevó al representante del Frente Amplio en OSE a dar su voto para aprobar ese cambio en la calidad del agua, aunque acertadamente precisó las responsabilidades del ente en llegar a esta situación.
El agua en emergencia y la política en silencio
Al examinar esta situación lo primero que llama la atención es la ausencia de reacciones políticas enérgicas frente al gravísimo deterioro de la calidad y disposición del agua en el país. Una ausencia tanto del gobierno como de la oposición. Lo que acaba de ocurrir con el agua potable es solamente un síntoma de una crisis más profunda, que involucra otros problemas tales como usos irracionales del agua, la contaminación en todas las grandes cuencas, o los efectos que tendrán las descargas de la nueva planta de celulosa sobre el Río Negro. OSE debe buscar fuentes de agua suplementarias mientras su red de cañerías tiene pérdidas estimadas en un 50%, lo que es sin dudas escandaloso pero que no acarrea responsabilidades políticas.
Aproximadamente en los mismos días en que aprobó ese cambio en el agua potable, la energía de muchos políticos estaba en otro asunto: enfrentarse por una rampa en un liceo. Sin embargo, un hecho repleto de implicancias tales como modificar la calidad del agua capitalina no provocó una reacción política similar. Son silencios que expresan la ausencia de un liderazgo político en materia ambiental.
Hace ya un buen tiempo se debería haber declarado una emergencia nacional sobre el agua para así encarar sus consecuencias sanitarias, económicas y ambientales. Distintos actores políticos deberían estar reclamando respuestas desde los ministerios, deberían discutir un nuevo plan sobre recursos hídricos, revisar y actualizar las normativas sobre riego, reconsiderar la situación de OSE como ente descentralizado y obligarla a ser más eficiente, dotándola de los recursos necesarios para ello. Pero nada de eso ocurrió ni ocurre.
Por un lado, los silencios y la atonía son propios del tipo de políticas públicas de la coalición de gobierno. El presidente Lacalle, así como Adrián Peña en su paso por el Ministerio del Ambiente, desplegaron una intensa retórica y una florida estética ambiental. Se sucedieron anuncios, conferencias de prensa y exposiciones, pero las medidas concretas fueron pocas, muchas promesas no se cumplieron, y ante los problemas más graves predominó el silencio. En cambio, entre las pocas medidas tomadas unas son funcionales a una deriva privatizadora (como ocurre con el proyecto de tomar agua del Río de la Plata que estará a cargo de un consorcio de empresas privadas) y otras erosionan las exigencias ambientales (como ocurre con esta aceptación de agua más salobre).
Del otro lado del espectro político hay que confesar que se hubiera esperado otra actitud, en especial por los legisladores del Frente Amplio. Podrían haber actuado con energía en las comisiones respectivas tanto en el senado como en diputados, podrían haber elevado múltiples pedidos de informes sobre la gestión que realmente se estaba llevando a cabo, lanzar sus propios planes para renovar la gestión del agua en el país, sus proyectos de ley en cuestiones urgentes como riego y cambio climático, y mucho más. No hay un liderazgo ambiental desde esa bancada, y en algunos casos ese rol parece estar en manos de Cabildo Abierto.
Continuidad o revisión
La crisis del agua no se instaló de un día para otro con la presidencia de Lacalle Pou, sino que también son responsables los anteriores gobiernos a lo largo de las últimas tres décadas. Bajo la actual presidencia la situación ha empeorado dramáticamente, pero también es cierto que las anteriores administraciones progresistas no lograron detener el deterioro de cuencas como las del Santa Lucía y no actuaron con efectividad para concretar obras que hubiesen aminorado la actual urgencia en OSE.
Sin embargo, cada grupo político enfrenta situaciones distintas. La coalición de gobierno defiende sus modos de gestión donde unas pocas acciones están inmersas en mucha publicidad, sin anunciar ni siquiera pretender un cambio de rumbo. Cabildo Abierto se diferencia al abordar temas como la forestación desde una mirada nacionalista. Pero la situación es distinta para el Frente Amplio porque ha insistido en querer renovarse. Atendiendo ese objetivo, la temática ambiental no puede estar ausente aunque tampoco puede repetir el estilo ni las ideas de los gobiernos anteriores.
Un elemento crítico en esa tarea es comprender que la crisis ecológica que está enfrentando el país discurren de modos similares a lo padecido en educación o seguridad pública. La política minimizó las primeras alertas sobre el aumento de la violencia, o se relegaron las advertencias sobre la deserción escolar y liceal, y poco a poco, las condiciones empeoraron y las medidas de rectificación fueron inapropiadas o tardías, hasta desembocar en las graves condiciones actuales. Está sucediendo algo similar con la calidad ambiental en Uruguay, y el caso más grave ahora es con el agua.
En una primera evaluación, los actuales liderazgos dentro del progresismo están insinuando distintas posibilidades. De un lado, la gestión de Carolina Cosse en Montevideo repite conocidas confusiones en políticas ambientales (como las de centrarse en el manejo de los residuos urbanos en detrimento de una política ambiental municipal que debería incluir muchos más asuntos). Del otro lado, el desempeño de Yamandú Orsi en Canelones muestra una gestión ambiental más diversificada y balanceada, que no esquivó cuestiones urticantes como algunos intentos de control ecológico y territorial sobre prácticas agropecuarias de alto impacto, y a la vez más concreta (donde cuenta con Leonardo Herou, posiblemente uno de los mejores gestores ambientales municipales del país).
Más allá de esos estilos, la tarea sigue estando en una renovación de ideas y de prácticas, asumiendo que la dimensión ambiental no puede ser un adorno sino que es un componente indispensable para repensar el desarrollo y sus alternativas. Esa renovación debería enfocarse en la actual crisis del agua.
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