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Un libro para toda la vida

Un libro para toda la vida
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Cinco de la tarde. Ciudad Vieja. El hombre detiene un taxi y sube con su hijo, que acaba de salir de la escuela. Desde el asiento trasero, mientras le ajusta el cinturón de seguridad al niño, a través del vidrio de la mampara, ve con el rabillo del ojo que el conductor del automóvil de alquiler tiene el celular en la mano. En ese preciso instante el otro, en un tono en el que titila la urgencia, lanza una pregunta:

-¡¿Un libro para toda la vida?!

El hombre queda un poco descolocado. Tal interrogante, en el contexto en que se encuentran y sin que haya mediado palabra alguna entre ellos, le hace pensar si no se subió a un vehículo guiado por alguien fuera de sus cabales. Empero, por pura deformación profesional, una serie de títulos empiezan a darle vueltas por la cabeza: En busca del tiempo perdido (no, demasiado pretencioso); La Biblia (tampoco, va a parecer un chupacirios); La guerra y la paz (imposible, es del siglo XIX, lo mismo que decir del jurásico para el común de la gente)… Al cabo de unos segundos, con una sonrisa en la cara y en la voz, lanza:

Cien años de soledad, de García Márquez.

El conductor, un hombre de unos cuarenta años, aprovechando la roja en el semáforo de la esquina del Teatro Solís, teclea febrilmente en su celular. Luego, le devuelve la sonrisa y, por fin, se explica:

-Disculpe, lo que pasa que mi mujer está en un evento en la torre de Antel y le acaban de preguntar exactamente eso.

Al hombre le parece entender que la señora participa de una de esas actividades en las que se presentan ciertos cuestionarios que, a través de las respuestas obtenidas, supuestamente, deberían dar una idea acerca de la cultura del encuestado. Lo que acaba de ocurrir, sin embargo, pone de manifiesto los límites del baremo elegido por los organizadores del ignoto acontecimiento.

Mientras el taxi avanza por la rambla, va pensando en todos los libros que ha leído y en cómo estos textos y sus títulos han pasado a formar parte de su forma de enfrentar el mundo y explicar sus propias circunstancias. Tanto, que tiene un título o una cita salida de ellos casi para cada momento de su vida. Por ejemplo, muchos días, al levantarse y sentir la alegría de existir, se dice: “parezco El hombre que se despertaba contento”; o ante cierta disconformidad con lo que le ha tocado vivir, a veces reflexiona: “Es La insoportable levedad del ser”; o, cuando quiere explicar que llegó a tener una experiencia que pocos alcanzan, sostiene: “Yo subí La montaña mágica”; o también cómo su sentido de la justicia a veces lo lleva a admirar a los Quijotes que cargan contra los molinos de viento…

Al mismo tiempo, le causa gracia el hecho de que para algunas personas (la inmensa mayoría de la humanidad, se dice) esos objetos, de papel o virtuales, que para él son tan importantes por el rol que han cumplido en su formación como ser humano, no tengan más significado, en todo caso, que el de un título para dar una respuesta en un evento social o una trivia.

Cuando, una vez terminado el viaje, se baja, luego de darle una buena propina al trabajador del volante, se ríe de sí mismo para sus adentros: “Pero, al final de cuentas, ¿a quién le importan algo Proust, Tolstoi, García Márquez, Fast, Kundera, Mann o Cervantes?… El raro soy yo”. Y concluye: “A veces hace falta un pequeño encuentro con la realidad real para tomar consciencia de nuestra propia dimensión. He de reconocerlo, La vida está en otra parte”.

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