Otrora, en su época de gloria, dominaba desde su esbeltez toda la ciudad, el campo allende las murallas y la planicie líquida del río grande como mar. Con ese fin lo habían construido: para mirar a lo lejos.
Hoy, su vista no alcanza a captar más allá de algunas manzanas a la redonda. Sucede que, con el transcurso del tiempo, lo ha rodeado, cual cadena montañosa que le cierra el horizonte en todas direcciones, una multitud de edificios de muchos pisos y poca personalidad.
Nadie asciende por la armónica proporción de la escalera de caracol que se enrosca en su interior para llegar a lo alto y asomarse a la barandilla en espera de un ansiado regreso. Y sus ventanas, siempre cerradas, son ojos que han perdido la luz. Casi podría decirse que su existencia ya no tiene sentido.
Empero, desde cierta perspectiva, todavía es posible disfrutar del módico milagro de admirar su delicada belleza vertical, que aflora, gallarda, por encima de los muros y las azoteas de las moles de cemento que le ponen cerco.
(Ubicación: Rincón 437)

