Noticias de las guerras neptúneas
En uno de sus primeros viajes a la capital del país desde su Mercedes natal, el hombre –que por entonces era un niño– sintió el nombre de la calle por primera vez: “Médanos” (1). “¿Por qué se llama así?”, preguntó, interesado por aquella palabra desconocida para él. “Porque en la época de la colonia, hace muchísimos años, acá había unos médanos”, le explicó su mamá. “¿Y qué son los médanos?”. “Unos montones de arena que hay cerca de la orilla del mar”. Miró alrededor y solo vio edificios y calles asfaltadas. Le transmitió su desconcierto a su progenitora y esta –con una sonrisa que en aquel tiempo no comprendió a carta cabal– le contó que, en su desarrollo a partir del núcleo primordial de la ciudad amurallada, Montevideo había crecido a costa de aplastar el paisaje original. Y en esa contienda el mar y su entorno habían constituido uno de los frentes principales. Tan así era que, por ejemplo, la rambla sur, donde vivía su tío, se había construido en buena medida sobre terrenos arrebatados a las aguas del Plata.
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Mucho tiempo después, leería –en la gran novela de Robert Graves titulada Yo, Claudio– que al emperador romano Calígula, en cierto momento de su demencial reinado, con el fin de demostrar su valor guerrero, se le ocurrió retar al mismísimo dios Neptuno a una batalla campal. Para ello, llevó varias de sus legiones a la orilla del mar y, a los gritos, insultó a la deidad del tridente desafiándola a que diera la cara y peleara con él y su ejército. Por supuesto que Neptuno no compareció. Producto de ello, Calígula consideró que se había acobardado ante su majestad. Se volvió a sus palacios y festejó su “victoria” con una más de sus desmesuradas bacanales.
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Hace ya unos años que pasa sus vacaciones en Aguas Dulces, en Rocha. Desde la primera vez, él y su familia iban todos los días al mismo lugar de la playa: un arenal que se extendía a la desembocadura de un arroyito en el límite oriental del poblado. De paso hacia su sitio, el hombre y su esposa veían a diario una casita que se levantaba a menos de treinta metros del Atlántico. Y comentaban –no sin cierta envidia, pero también con un poquito de indignación, ya que la habían construido en terrenos fiscales– la “suerte” de los dueños de aquella vivienda tan bien ubicada para disfrutar de las bellezas de la costa.
El último estío, regresaron al balneario rochense. Nada más llegar, a pesar de que estaba próximo el atardecer, se fueron a la playa. De entrada, notaron que algo había cambiado; empero, no se daban bien cuenta de qué era. Entonces cayeron en la cuenta de cuál era el detalle… ¡la casita había desaparecido, devorada por una duna! De ella solo quedaban, cual los restos de un animal despedazado por un feroz depredador, un montón de ladrillos partidos, unas maderas quebradas, y unas chapas oxidadas, desparramados como al desgaire alrededor del vértice superior de lo que otrora había sido el frente de la construcción.
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En ese momento, asoció ideas: aquel desastre que tenía ante sus ojos no era más que el resultado de una nueva escaramuza de esa guerra absurda que parece haber emprendido hace mucho tiempo el ser humano contra la Madre Naturaleza en general y los océanos en particular. Para concluir que, por más que, como Calígula, crea que está saliendo victorioso de ella, de vez en cuando, el dios Neptuno le recuerda que sus delirios de grandeza no son nada más que eso: quiméricas locuras.
1.- En la actualidad, Javier Barrios Amorín.
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