Palmeras salvajes
Elegantes, de cintura flexible y estirado torso, desde lo alto de su imponente estatura, otean el horizonte, como si deseasen ver más allá de la inmensidad parda del Plata. A través de su mirada, que no necesita de ojos para divisarlos, quisieran alcanzar los otros mares del Sur, allá donde –lo saben por alguna oscura e inexplicable razón– crecen sus hermanas de los trópicos.
Por debajo de su piel curtida por los rigores del Pampero, que entra a la ciudad blandiendo su filo helado, en alguna parte de su genoma quedó el recuerdo de unas playas de arenas doradas, cálidas aguas de mil tonos azules y verdes, acariciadas por la tersura de los dedos invisibles de unas brisas que, de vez en vez y cuando menos se lo espera, se transforman en las destructoras garras de los huracanes.
Aquí, en la rambla montevideana, cada cierto tiempo, los primos de aquellos (que por estos lares son conocidos como “ciclones extratropicales”) les despeinan la melena sin piedad, las sacuden, amenazan con derribarlas por tierra. Empero, ellas resisten, enhiestas como una declaración de fe en el verano, que, por unos meses al año, les da un respiro tras tanto sacrificio. Entonces, durante el transcurso de los felices diciembres, eneros y febreros, la cimbreña delgadez de su cuerpo danza al son de un candombe ancestral.
Las palmeras salvajes de Montevideo quizá no tengan el glamur de sus parientas de otras tierras tan lejanas como exóticas, pero su adusta presencia es un recordatorio de que, tras cada invierno, ha de llegar el estío, ineluctable, luminoso y pleno de tibiezas.
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