Resulta curioso el destino de algunos héroes transmutados en bronce. Véase, por ejemplo, el del gaucho Andrés Cheveste.
Él, que desde gurisito anduvo recorriendo la campaña. Él, que con el tiempo aprendió dónde estaban los pasos de los ríos y arroyos, cuáles eran los montes más espesos para esconderse, por qué trillos llegar más rápido y con mayor seguridad a cualquier pago de la Banda Oriental. Él, que enfrentó sin achicarse las balas, las chuzas, el filo de los cuchillos y las espadas, al puma y la yarará. Él, que poseía el arte de domar hasta al más cabortero de los baguales. Él, que les llevó la caballada a los orientales que cruzaron el río Uruguay hasta La Agraciada para que empezaran la revolución. Él, que en esas andanzas, varias veces se les escabulló a los brasileros y sus esbirros, a sabiendas de que, si lo agarraban, lo fusilaban sin más…
Él, que vivió con la mirada libre vagando de horizonte a horizonte, ahora, confinado entre las altas paredes de este patio, en medio del laberinto de la urbe, luce desorientado, como queriendo iniciar una fuga imposible, porque ni toda su sabiduría de baqueano ni el facón ni las boleadoras ni el trabuco naranjero podrán abrirle el camino de regreso a su querencia.
(Ubicación: Zabala 1469)

